

Y sí, aunque tengamos sentimientos encontrados los escritores de Latinoamérica y las feministas, este domingo 13 de abril murió un gran maestro. A Mario Vargas Llosa se le debe más de lo que la justicia poética debió negarle, o la justicia a secas, si es que existe en este mundo, porque el narrador- macho-alfa de copete genial, amigo de un rey réprobo; el bully del lenguaje inclusivo, el polemista que identificaba dictaduras perfectas, “dictablandas”; el joven que huyó con la tía y se casó la prima; el terror del colegio militar Leoncio Prado; el Pantita de sus sueños; todo eso y más cuando era cachorro o vejete en yate con Isabel Preysler, todo y más no alcanza, insisto, aunque nos duela, para borrar a golpe de cancelaciones una vida entregada a la escritura, un devenir animal literario que nos mostró el camino de la autodeterminación, de la disciplina monumental, de la crítica a prueba de dictadores de izquierda o de derecha.
“Varguitas”, como le decía la Tía Julia, nunca habitó el diminutivo. Era un ser entregado a la libertad. Más apolíneo que dionisíaco, desde Los jefes (1959) hasta Les dedico mi silencio (2023), escribió con total conciencia de lo que deseaba: crear universos como ofrendas para la lectura que “convertía el sueño en vida y la vida en sueño”, como él mismo afirmó al aceptar el Premio Nobel de Literatura en 2010. Se salió con la suya con creces, fue uno de los genios del Boom que más disfrutó de la fama, el dinero, las incontables vueltas al mundo. Sin embargo, fue también perseguido por sus ideas liberales, por su aversión al militarismo; no hay que olvidar que en Lima se quemaron cientos de ejemplares de La ciudad y los perros, una de sus novelas emblemáticas, o, mejor dicho, su bautizo de sangre en la escena de la literatura global. Recordemos, asimismo, que este autor corrió el riesgo de que el mundo le perdiera bastante respeto al convertirse en candidato a la presidencia de Perú en 1990. No ganó porque literatura y poder no combinan, porque la palabra y el garrote son antónimos en la galaxia del arte. Además, no es que Vargas Llosa fuera lo que se dice un líder carismático.

Lo suyo era pensar con filo, narrar con precisión enciclopédica, investigar con temple, ahondar en un lenguaje que daba luz a otros. Coincido con Rosa Montero en que, en ocasiones, esa indagación histórica in extremis se comía sus novelas. No me atrevo a decir que eso ocurre en La guerra del fin del mundo, pero tal vez sí en La fiesta del chivo. He enseñado varias veces su Cartas a un joven novelista, por eso le agradezco el ejemplo de la solitaria y el mítico llamado Catoblepas, dos animales descritos por el peruano. El primero, hijo de la realidad parasitaria y, el otro, de la imaginación voraz, cuyos ejemplos ayudan a acercarnos a una íntegra actitud novelesca o libresca de cara a la vida, no a la usanza del Quijote, pero sí a la de un escritor de raza que todo lo que mira, come, sueña, hace, escucha, toca y huele le sirve como material para sus libros. La solitaria consume el alimento del humano; el Catoblepas arrasa con el mundo, hasta con la verdad porque la mentira, si está bien contada, revela como pocos instrumentos epistemológicos todo eso que llamamos verdadero.
He ahí algo valioso que hereda Vargas Llosa: una reflexión profunda sobre el poder de persuasión de la narrativa, el embrujo de la ficción que señala los trajes desnudos, celulíticos y deformes de los emperadores dueños del planeta. Se trata de una lección de autocrítica, de cómo activar un detector de mierda a lo Hemingway, de cómo pensar la historia sin apartarla del presente, de cómo comprender que hay otras claves desde las claves oxidadas, esas llaves torpes con las que pretendemos abrir la conversación o nuestra comprensión de nuestros horizontes de espera. Escribo estas líneas como feminista que aprendió a distanciarse de Vargas Llosa a causa de sus malas decisiones en vida, pero no como lectora que se fue creciendo como feminista, ¡vaya paradoja!, leyendo Los cachorros, entendiendo la aguda crisis de las masculinidades tóxicas, de los hombres que no pueden ser disidentes ni sensibles porque de lo contrario un perro simbólico en su mente les arranca el falo y ya ven, se quedan como Pichulita, el personaje de esa pequeña obra maestra. La Tía Julia me enseñó a decir lo que pienso, a llevarme al cine a un jovencito que me mira con todo el deseo que su sueño le permite, a llevar hasta las últimas consecuencias ese mismo deseo de mi deseo de ser libre.
De ahí que aplauda la devoción de Vargas Llosa por Flora Tristán, Peregrinaciones de una paria era uno de sus libros de cabecera. En efecto, queridas mías, colegas y hermanas de marchas, el peruano se dedicó a poner en el mapa de América el activismo de una de las sindicalistas, feministas de avanzada, más potentes. Incluso escribió una novela para honrarla a su modo, El paraíso en la otra esquina, donde se cuentan las vidas de madre e hijo: Flora Tristán y Paul Gauguin, precisamente. Mención aparte, en Pantaleón y las visitadoras, el aplomo de “La Colombiana”, la prostituta que le cambia la vida para siempre a un militar.
Por eso aquello de los sentimientos encontrados. Me gusta el feminismo atento, cierto, con todas las pruebas de sus íes en las manos No pretendo ahora que ha muerto, exonerar ni cerrar los ojos ante el machismo rampante de este varón que, si bien admiraba a escritoras enormes como Nélida Piñón, no solía homenajearlas en verdad como merecían. No celebro las contradicciones de un autor que le agradece a Patricia Llosa haber entregado su vida como esposa al cuidado de la figura y del hombre que fue y hacerlo, además, casi llorando al recibir el Nobel para luego, muy poco después, abandonar a la mujer de su vida por una preysleriana aventura pendiente que lo abandonó a él en plena pandemia. Pero esos son chismes que un feminismo blandengue enarbola. Peor que no lo hiciera, dirán. No obstante, pocas veces la obra supera la vida y con esto no digo que el genio justifique idioteces, sino que la contradicción es parte de lo humano.

Como amigo tuvo muy mal carácter, vaya que Gabriel García Márquez lo padeció. El rastro violeta de un puñetazo en el ojo del colombiano se hizo famoso para siempre. La amistad entre estos dos monstruos e las letras universales no pudo rescatarse. Líos de faldas, de esposas. Mario no aguantó que Gabo bailara “muy pegadito” con su mujer. Y eso que aquella mítica tesis doctoral, Historia de un deicidio, que escribió Vargas Llosa es un homenaje como pocos a la obra de un escritor latinoamericano. Sostengo en las manos la edición de Monte Ávila Editores, cuenta con 665 páginas, el libro, editado en 1971, está dedicado a Cristina y José Emilio Pacheco. La intención de dicha obra es una descripción del proceso de la invención narrativa a partir de un autor concreto, “cómo nace la voluntad de creación, de qué experiencias se alimenta, mediante qué procedimientos transforma los materiales del mundo real en elementos del mundo ficticio y las similitudes y contraste que estos dos mundos mantienen”, a decir del hijo de Arequipa quien expurgó de García Márquez como pocos lo han hecho. Esa actitud obsesiva sería fundamental para convertirse en un clásico. Tuvimos la suerte de leerlo vivo, de verlo dando entrevistas, de escuchar sus conferencias, de esperar la novela más reciente y constatar que tocaba una “más leve”, como Travesuras de la niña mala entre otras más serias con un dictador dominicano de fondo o El sueño del celta. Se podía dar esos lujos, escribir lo que quisiera como se le pegara la gana luego de más de tres décadas sin soltar la pluma.
Estoy de acuerdo con Elena Poniatowska en que, durante muchos, pero muchos años, los autores del Boom fueron los leones sagrados de la literatura, los intocables felinos de melenas al viento que cobraban fortunas por dar conferencias o enseñar algunos meses en universidades gringas. Privilegios mundanos que no tenían las grandes autoras como el contar con una agente llamada Carmen Balcells que te sacara de la pobreza para que te pusieras sólo a escribir o a leer practicando otros idiomas.
Por eso a Mario, miembro de la Real Academia de la Lengua Francesa condecorado con todas las de ley, francófilo, le encantaba Madame Bovary, incluso escribió un ensayo fulgoroso, una pieza a la que solemos recurrir todos los ensayistas que necesitamos aprender mucho todavía: La orgía perpetua, por ende, él reconocía como maestro no sólo a Flaubert, sino a Alejo Carpentier, a Lezama Lima, inventores de una lengua literaria, de una patria de letras, de una república de ficciones, en suma, de lugares seguros en medio del caos de la fractura moderna, del incesante desbarrancamiento de la posmodernidad que si bien intentaron comprender como buenos autores del siglo XX, no se hallaban pensando en una estética a contracorriente de la experimentación formal con ciertos límites, de los saltos lingüísticos con red.
Vargas Llosa honró su tradición como pocos forjando una obra cuyo realismo superó coqueteos con lo mágico o lo fantástico. Le encantaban las novelas totales, la conversación contrariada para contrariar y/o hacerse notar, eso también es cierto como el hecho de que no se puede tener una radiografía fiel de nuestra región sin esta obra. Sin la aportación vargasllosiana, lo que uno puede saber sobre nuestra identidad queda incompleto. Leí Lituma en los Andes en una buseta bogotana bajo la infame luz de ese transporte público y supe el porqué los dictadores ganan, el porqué las guerrillas son performances, cómo se instrumenta el terrorismo, para qué, en nombre de qué dioses sangrientos.

Alguna vez confesó que escribía de un género a otro. Se daba su tiempo para las novelas, luego intercalaba ese oficio con el ensayo o la dramaturgia. No paraba. En una ocasión, Juan Carlos Onetti dijo que la literatura para Vargas Llosa era como una esposa, pero que para él era una amante. Una cónyuge bien atendida, agrego, con jornadas diarias de escritura de ocho de la mañana a dos de la tarde mientras Patricia le filtraba las llamadas telefónicas, se encargaba de los hijos, de que todo estuviera en orden para que el león copulara con sus letras. Lo mismo hizo Mercedes Barcha con Gabriel García Márquez y hasta Aurora Bernárdez cuidando, hasta el final de sus días, la reputación de Julio Cortázar. No hay reyes de la selva sin leonas.
¿Las cosas han cambiado ya sin el último de los gigantes del Boom? La respuesta es un rutilante sí. La muerte de Mario Vargas Llosa es lo que el viento se llevó de la literatura tal y como la conocimos: heteropatriarcal, preferencialmente moderna, engañosamente periférica, supuestamente libertaria, indagadora, identitaria, canónica y nostálgica del mito o críticamente política. La necroescritura de nuestros días que busca, por vía postautónoma, líneas de fuga contracanónicas, quiero decir, la apertura a una bioescritura en medio de la muerte, hoy mira hacia atrás y sonríe ante la herencia de Vargas Llosa. Ya Carlos Fuentes en una conferencia que impartió en 2001, en el Tecnológico de Monterrey, se preguntaba quién podía meter en una novela el caso de “La Paca” y parecer verosímil. Lo pregunto de otra manera: quién se atreve a mentir sobre nuestro horroroso presente para que nos crean, ¿dónde y cómo ejecutar ese poder de persuasión de la novela hoy en día? Tengo algunas hipótesis, pero eso no viene a cuento ahora que ha muerto el último león. Sin embargo, sin haberlo leído a conciencia no podría, esta noche, hacerme esa pregunta.
*Escritora
Mario Vargas Llosa. © Daniele Devoti / Wikimedia Commons

