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Los he contado: veintiocho pasos (y siete escalones) separan esta innombrable librería de la oficina de Correos de México, institución detestada y venerada al mismo tiempo. Atienden el mesón tres mujeres, de las cuales, para abreviar, solo diré: perfectamente podrían aparecer en novelas como Cartero de Charles Bukowski o Trópico de Capricornio de Henry Miller, ambas, a su manera, novelas de correos (alguna vez, si no se ha hecho ya, se podría indagar en la función del servicio postal en la literatura: los manuscritos que no llegaron a destino, los que sí, las notas de rechazo, la correspondencia espiada y censurada, los contratos, las cartas, los plagios, en fin).

Los carteros, por su parte, al salir disparados desde la oficina no reparan en estos libros, ni en estas revistas, ni en el cielo. Rajan nomás con sus bolsos, sus admirables bolsos de múltiples compartimentos, dentro de los cuales llevan aún más admirables sobres de distintos tamaños, con burbujas, de colores, engomados, sin ventana, con ventana, hacia algún punto de la ciudad, donde ese envío, luego de meses de especulaciones (¿definitivamente se perdió?, ¿equivocaron la dirección?, ¿vinieron a entregarlo justo cuando yo no estaba?), se espera o se rehúye sin muchas esperanzas.

Pero un único funcionario, silencioso, perteneciente al departamento de clasificación, es quien diariamente anda y desanda estos veintiocho pasos (y siete escalones): no lo hace para examinar a conciencia la tapa, la solapa, el lomo, el canto y la contratapa de algún libro, sino con el noble fin de comprar y fumarse un cigarro en paz.

⎯Deberías vender caguamas ⎯me soltó una tarde, sorpresivamente⎯… habría un chingo de clientes ⎯agregó, señalando hacia la oficina.

Sentí de inmediato el leve tufillo de la ebriedad.

⎯Hay libros sobre carteros borrachos ⎯le digo.

⎯¿Ah sí? ⎯abrió los ojos con sorpresa, unos ojos, para empeorar las cosas, perfectamente azules.

⎯Al menos recuerdo una novela de un escritor que bebe mucho y trabaja como cartero ⎯agrego.

⎯¿La tienes por ahí?

⎯La tengo por aquí.

No he querido indagar en las consecuencias (si las hay) de esa lectura; tal vez no es lo que él esperaba ⎯difícil competir contra una caguama⎯ o, por el contrario, es mucho más de lo que él esperaba. Aún viene todos los días por su cigarro suelto, solo que ahora trae la novela de Bukowski bajo el brazo y el azul de su mirada se ha tornado algo vidrioso. ¿Intentará acaso convertirse en un vil Chinaski? Hace poco un amigo me preguntó, en broma, si no me daba miedo corromper a la juventud al aconsejarle la lectura de algún libro más o menos rudo; signifique lo que signifique, en este caso, la palabra rudo, por supuesto me condimentaría con una pizca de orgullo si el fumador se convierte, gracias a Cartero, en un fervoroso lector de cierta literatura.

(En realidad no recuerdo bien la novela, tampoco sé si la volvería a leer. La senda del perdedor sí la volvería a leer (“Lo primero que recuerdo es estar debajo de algo”), pero no sé; por estos días casi no bebo, y la sobriedad me marea un poco… ¿qué quiere decir eso?, ¿que entonces debo leer a Bukowski como una especie de compensación?).

Miro a las chicas de correos, a los carteros fugaces, y se me ocurre que debería echar mano del servicio postal, es decir, volver a escribir cartas que metería en un sobre al que pegaría una estampilla y echaría a un buzón, esperanzado, como antaño; porque durante una época no tan lejana envié muchas cartas, y de vuelta me llegaron otras tantas, y algunas, supongo, se perdieron, incluso cuando el correo electrónico ya estaba en pleno vigor y era de una terquedad ridícula, casi tanto como la de escribir, volver a caer en ese anacronismo. Pero ¿para qué más cartas, para qué más escritura en tiempos de stickers? Decía Jorge Teillier, después de un buen trago: “Siempre habrá un último romántico.”

Foto: José Peralta. / Cortesía del autor