Efraím Blanco, destacado escritor de estos rumbos, sigue cosechando premios por sus narrativas, recientemente uno también de poesía en los Juegos Florales de San Juan del Río, Qro. Un poco antes, uno muy importante por su libro titulado “La balada de los niños muertos”, también fue premiado por Banco del libro. El que voy a comentar es el que le valió el Premio Nacional de Cuento Juan José Arreola, 2012.
Como optimista consumado que soy, me incomodan –y a la vez me llevan a leerlos con detenimiento–, continuamente varios de estos sangrantes cuentos breves de Efraím, en que bestias, diablos y vampiros, además de zombies, son encarnados por quienes parecieran ser mis vecinos y parientes, con toda justificación. ¿Será que me veo ahí también en un acto de violencia?
Es que su tratamiento en el límite de la esquizofrenia y la razón, las “voces” que escuchan sus personajes, entre ellos niños, niños vengativos incluso, los lleva a hechos que me temo no quedan en la fantasía, sino en imaginarios actos, profundamente deseados, propios de la naturaleza humana en situación extrema, de crisis personal, familiar, social.
En estos días, por ejemplo, casi me doblo a las premoniciones de su cuento “El fin”, del cual extraigo este párrafo: “La algarabía de ver ángeles entre nosotros duró poco. Lo comprendimos demasiado tarde. El mal había vencido. Y Dios, con la cola entre las patas, se había ido en un viejo Volkswagen amarillo rumbo al sur, donde nadie lo volvería a ver”.
Sí, las curias de varios países están en el escaparate recientemente por actos de pederastia, propios o de sus protegidos, que dejan su huella en cuentos aquí reunidos, junto a bestias y víctimas infantiles que sueñan, imaginan, el desquite, por cualquier medio, brutal y contundente. ¿No se sienten así las víctimas ante los más poderosos? ¿No es un recurso, al menos imaginario, para la reparación del daño?
Tierra, Cielo, Infierno, son espacios transitados de uno a otro por seres que se confunden si inician su curso en uno u otro ámbito de existencia, que van y vienen, ya activos, ya aburridos, sacando jugo del hálito y miedo de sus visitados. Vienen y van mordiendo, de generación en generación, contagiando su “habitus”, esa lucha entre el bien y el mal que se vale de todo instrumento para hacer de sus relaciones un tormento, o un remedo de amor, incluso para las mascotas involucradas en su devenir. ¿Es un infierno éste, o es el imaginado? ¿Quién vive dónde? ¿Es un diablo el marido violento o ella, su victimaria?
Efraím es contundente, desde su primera línea, con su mazazo introductorio: “Mi padre mintió acerca de tener que matar al perro”. El hermano menor acosado, huérfano de madre, sin protección alguna trama a lo largo del libro, con diversas encarnaciones, su desagravio, su descrédito en el mundo, su desesperanza ante tanta violencia. ¿Qué fe en un mundo mejor puede albergar quien desde pequeño ha sido victimizado?
He escrito que me incomodan varios de estos cuentos, por mi pasado religioso. Claro que me sorprenden, con su riqueza de imágenes y lógicas que se me escapan y trato de aprehender. Sus conversatorios con muertos, sus sueños vivos, sus llamados por seres desde el más allá, que no dejan de estar aquí, me reubican en el mundo ilusorio de mis esperanzas. Ya no hay chamba para dioses, han quedado desempleados, al menos los no terrenales. El reino de ese mundo parece ser el de los rapaces, descuartizadores y fantasmas. El purgatorio ahora es para los bondadosos, los humildes y amables. Gracias y felicitaciones, Efraím, por tu profecía rockera, en voz de un poseído de Galilea.
Pueden encontrar sus libros en el Fondo de Cultura Económica, en EDUCAL, y en su editorial, Lengua del Diablo.
Imagen cortesía del autor