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Nos gastamos la vida en apilar piezas llenas de significado, las dotamos de sentido para poder existir, para que la realidad no se nos venga sobre los hombros, y es que las cosas más triviales, y los hechos más burdos bien cargados de un significado, de un símbolo, se vuelven el ritual más importante, el más solemne, por eso me gustan los conciertos, los pasteles de cumpleaños, las misas, un poco de agua bendita, tirar ron en piso, correr un maratón, un brazalete que dejo la abuela, si te das cuenta, nada de estas cosas tiene un valor por sí mismo: comer, correr, escuchar, tirar agua, un pedazo de cobre.

Todo esas cosas son pretextos para hablar de algo más… nunca son las cosas en sí, es decir; nombramos cosas en el nombre de otras, por ejemplo: Corremos un maratón para sentirnos grandes, fuertes, capaces, quizá aceptados, comemos masa de harina cocida al horno para honrar la vida, para sabernos mortales, y en medio de ello montamos todo un espectáculo; cantamos un cancion-cita, aplaudimos y nos juntamos a la mesa, vamos a un concierto porque queremos escuchar a ese artista que nos gusta, pero con frecuencia vamos porque estar ahí nos hace sentir parte de algo, porque te incluye en un colectivo, porque le gusta a quien tienes -o a quien querrías tener, porque representa lo que eres, lo que crees que eres o lo que, quizás, te gustaría pensar que puedes ser.

Y quién sabe, muchas veces ni siquiera vas a escuchar música, vas por una bocanada de aire que con una desparpajo te saque del tedio de la rutina, a veces vas sólo con la ilusión de conocer a alguien en ese lugar. ¿Ves? Nombramos cosas en el nombre de otras.

Bajo esa lógica, cualquier cosa podría valer las horas tu vida, y el esfuerzo, cualquiera! Mira, hace unos años conocí en una fiesta a una pareja argentina; Matías y Laura. Matías tocaba la guitarra y Laura cantaba, ambos amaban la música, tocaban de todo, pero lo que más les gustaba era la música brasileña, les comenté que a mi también me gustaba mucho, que había crecido con amigos brasileños y que era parte de mi vida, desde ahí conectamos por nuestro amor al bossa-nova. Un día me invitaron a su casa, y ya en más confianza Matías me contó que toda su vida había estado obsesionado con una canción, la canción se llamaba “Tarde em Itapoa” del cantante Toquihno y Vinicius de Moraes.

La canción relata una tarde normal y cualquiera en que Toquihno y Vinicius pasean por la playa de Itapoa mientras beben agua de coco, cachaza y ven el mar. Algo muy simple, pero para Matías esa canción contenía la aventura de su vida aún sin realizar. Me contó que toda su vida dependía de ir hasta esa playa, sentarse beber cachaza y contemplar el cielo. Que esa canción lo había marcado mucho y que tenía que ir a esa bahía, tenía que verla con sus ojos. Me platicó que ya casi juntaba todo el dinero, para poder ir que tuvo que convencer a Laura de vender algunas cosas para el ticket, y que no había sido fácil pero que estaba muy emocionado y listo para partir.

Matías se fue el siguiente lunes por la mañana, solo.

A los dos meses volví a encontrar a Laura y Matías, y obviamente tuve que preguntar por Itapoa, Laura bajó los ojos, parecía un poco decepcionada y dejó hablar a Matías.

Matías me dijo que no era para nada una playa linda, que estaba llena de piedras y un poco sucia, pero que igual se sentó en la arena como había planeado, pidió cachaza, vio el mar, cerró los ojos y se quedó en silencio toda esa tarde. Laura pensaba que era algo absurdo, pero yo sabía que ella lo amaba y fue por eso por lo que vendió sus cosas, sólo para que él se fuera a esa playa de mierda.

Yo creo que todos deberíamos tener un par de misiones así en la vida, incomprensibles para los demás, viajar kilómetros por una canción, dar la vida en pintar una pared, amasar un poco de harina o correr hasta reventar, porque la vida es un viaje sin sentido, es un suspiro diminuto, y es mejor tener una misión que esté envuelta en una canción, en subir una montaña, en el cuidado de un perro, en el rugido del mar, que quedarnos a la deriva, por miedo a nunca brincar. Por miedo a sostener una vida que no espera.

Imagen cortesía del autor