

A la sombra de los guajes en flor
Es temporada de guajes. Si durante estos días recorres la carretera libre de Cuernavaca a Tepoztlán, seguramente verás algunos árboles adornados con largas vainas de un color rojizo a morado, brillando con el sol intenso. Son guajes (Leucaena esculenta), una de las muchas especies que conforman la familia botánica fabaceae, antes conocidas como leguminosas, y en la que también se encuentran los frijoles, las habas, los garbanzos, las lentejas, los cacahuates, los guamúchiles, cuajinicuiles y muchísimas plantas más.

De hecho, las fabáceas son una de las familias botánicas más extensas, solo por debajo de las orquídeas y las asteráceas (esas flores compuestas como las margaritas, girasoles, gerberas, etc.). Según la Enciclopedia Británica, las fabáceas tienen incluyen 670 géneros y casi 20,000 especies, entre árboles, arbustos, enredaderas y hierbas, distribuidas prácticamente todos los ecosistemas terrestres. Esta familia es muy diversa, porque va desde grandes árboles como los colorines (Erythrina coralloides) hasta enredaderas como el frijol común (Phaseolus vulgaris).
Aunque tienen muchas características distintas, quizá la principal es su tipo de fruto: una legumbre, es decir, una vaina que se abre en dos (cada parte de la cáscara se llama valva) y contiene semillas, como en las vainas de los ejotes, guajes o las habas.
Haba, por cierto, en latín era “faba”, que evolucionó en el español antiguo a “aba” y luego a “haba”, un fenómeno lingüístico común en el que la «f» latina se transformó en «h» en el español, como ocurrió con otras palabras, incluido el verbo latino “facere” que derivó en nuestro actual «hacer». Históricamente, las fabáceas fueron conocidas como “leguminosas” (aún se le llama así desde la nutrición), un nombre derivado del latín “legumen”, que se refiere a las semillas comestibles contenidas en vainas.
Y es que el rol en la alimentación que tienen las fabáceas es enorme. Proporcionan una fuente rica en proteínas, fibra y minerales (de ahí que se consuman mucho en dietas vegetarianas y veganas). En México las fabáceas se comen de formas muy distintas, algunas solo por regiones. Por ejemplo, aquí en Morelos comemos varias fabáceas silvestres, como guajes, colorines, guamúchiles y cajinicuiles. En contraste, según me cuentan, en Yucatán los guajes no los comen las personas, sino que son alimento para ganado. En regiones áridas, como Sonora, se hace harina con las semillas de mezquite y conozco miel que se obtiene de floraciones de esta planta. Por otro lado, solo en el Bajío he visto que los garbanzos se hierven en su vaina y se venden como botana con limón y salsita, como aquí se hace con las habas.

Un dato curioso de las habas es que Pitágoras y sus seguidores evitaban comerlas, incluso se dice que Pitágoras murió por negarse a atravesar un campo de habas. No se tiene certeza del porqué de esta aversión, pero una de las razones es que, según Plinio, las almas de los muertos residían en las habas, a manera de puente entre el Hades y la Luna hasta su descenso a la tierra para una nueva vida. Además, en el mundo romano las habas estaban relacionas con festividades religiosas como las Feralia, las Lemuria y las Carnaria.
Las fabáceas también han tenido un papel fundamental en el desarrollo de la ciencia. Gregor Mendel, considerado el padre de la genética, utilizó chícharos (Pisum sativum) para sus experimentos en el siglo XIX. Mendel eligió esta especie por su facilidad de cultivo, su ciclo de vida corto y la presencia de características contrastantes, como el color de las flores (blancas o moradas), la textura de las semillas (lisas o rugosas) y la longitud del tallo (largo o corto). A través de cruces controlados y un meticuloso registro de los resultados, Mendel formuló las leyes de la herencia, que sentaron las bases de la genética.
Otra contribución científica destacada de las fabáceas es su capacidad para establecer una relación simbiótica con bacterias fijadoras de nitrógeno, como las del género Rhizobium. Esta asociación ocurre en estructuras especializadas llamadas nódulos radiculares, donde las bacterias convierten el nitrógeno atmosférico (N₂) en formas químicas asimilables por las plantas, como el amonio (NH₄⁺). Este proceso no solo beneficia a estas plantas, sino que también enriquece el suelo, mejorando su fertilidad y reduciendo la necesidad de fertilizantes químicos en la agricultura.
Termino esta columna compartiendo dos revelaciones que tuve hace años: la primera, cuando mi maestra de 1° de primaria nos mostró una planta real de cacahuate (Arachis hypogaea) y descubrí que ¡las vainas crecen bajo la tierra! La segunda fue cuando me enteré de que la jícama (Pachyrhizus erosus), esa deliciosa raíz comestible, también es una fabácea, con una flor hermosa y vainas parecidas a los ejotes.

*Comunicador de ciencia / Instagram: @Cacturante
