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Curar la peste blanca: del toque real a los antibióticos

 

Que los reyes estaban investidos por un poder divino no se dudaba en la Edad Media. Incluso eran considerados como la imagen de Dios en la Tierra (rex imago Deus). En Los dos cuerpos del rey: Un estudio de teología política medieval, Kantorowicz explica que los reyes poseían un cuerpo natural, humano y sujeto a enfermedades y muerte, y un cuerpo político, que era impersonal, eterno y que mantenía la continuidad del Estado. Este “cuerpo” se sucedía de uno a otro monarca y supone tener sus raíces en la idea del cuerpo místico de Cristo en la teología cristiana.

Los reyes, además, eran representantes de la justicia divina e incluso hacían curas milagrosas. En la Edad Media, desde el año 1000, los reyes de Francia (un siglo después en Inglaterra) eran conocidos por el «toque real», un rito que les permitía curar a los escrofulosos, explica Marc Bloch en Los reyes taumaturgos. Estas curas, su rito y creencia, estaban insertas en la mentalidad de la época, en la que la devoción a los reyes iba más allá de su poder político y rayaba en su divinidad (algo que ahora nos parece inverosímil).

Pero ¿quiénes eran los escrofulosos, qué enfermedad “curaban” estos reyes? Se conoce como escrófulas a la hinchazón de los ganglios linfáticos, sobre todo los del cuello, a causa de una infección por Mycobacterium tuberculosis, descrito en 1882 por Robert Koch como causante de la tuberculosis, también llamada “tisis”, término derivado del griego phthisis, que significa «consunción» o desgaste, debido a la progresiva pérdida de peso y debilidad de quienes enferman.

La tuberculosis, que hoy asociamos principalmente a infecciones pulmonares, también puede afectar otros órganos del cuerpo, como los ganglios linfáticos, genitales, huesos, articulaciones, meninges, etc. Esto ocurre por el desarrollo de la enfermedad, que sucede en varias fases: fagocitosis del bacilo, multiplicación intracelular, fase latente e infección activa del pulmón.

Cuando una persona inhala gotitas de aire con Mycobacterium tuberculosis, estas entran en los pulmones y son «tragadas» por células del sistema inmunológico llamadas macrófagos. Los macrófagos normalmente destruyen bacterias, sin embargo, M. tuberculosis puede sobrevivir dentro de estas células, evitando ser eliminada. En lugar de ser destruida, la bacteria usa el interior de los macrófagos como un refugio seguro para multiplicarse. Poco a poco, va aumentando en número y debilitando las defensas del cuerpo. En respuesta, el sistema inmune envía más células de defensa para rodear la zona infectada, formando una especie de barrera llamada granuloma, que es la forma del sistema inmune contener la infección para evitar que se propague.

Habitualmente el inmune logra contener a las micobacterias, lo que se denomina fase latente. En esta fase la persona está infectada pero no presenta síntomas ni puede contagiar la enfermedad. De hecho, muchas personas pueden vivir toda su vida con tuberculosis latente sin enfermarse, ni contagiar; aunque si por alguna razón se debilita su sistema inmune, las bacterias pueden reactivarse y comenzar a destruir el tejido pulmonar e incluso extenderse a otras partes del cuerpo. La desnutrición, diabetes, infecciones por VIH o algunos otros patógenos pueden causar esta baja en las defensas.

Volviendo a la Edad Media, la tuberculosis tenía otros nombres, como «mal del rey» (por la supuesta cura a manos de los monarcas) o «peste blanca», para diferenciarla de la peste bubónica o «peste negra», y por la característica palidez de quienes enfermaban de tuberculosis. Aunque la ciencia médica de la época desconocía su origen bacteriano, se llegó a pensar que podía transmitirse por «miasmas» o vapores corruptos del ambiente, una idea que persistió durante siglos y que tenía cierto sentido si entendemos que los bacilos viajan en el aire a través de las gotitas diminutas que expulsan las personas enfermas al toser o estornudar.

Uno de los tratamientos que tuvieron auge en el siglo XIX consistía en reposo, estar expuesto al aire fresco y una alimentación nutritiva, sobre todo en sanatorios para tuberculosos, donde muchos enfermos pasaban sus últimos días tomando baños de sol y al aire libre. Como dato curioso, el actual Instituto Nacional de Enfermedades Respiratorias tuvo su origen en el Sanatorio para Enfermos de Tuberculosis de Huipulco, cuya construcción con grandes áreas ventiladas obedecía a la idea de contar con espacios que propiciaran la cura de los enfermos.

No fue hasta mediados del siglo XX que surgió un tratamiento efectivo: en 1943 Albert Schatz descubrió la estreptomicina, el primer antibiótico eficaz contra la tuberculosis, aunque hasta la década de los 90 se le atribuyó el descubrimiento a Selman Waksman, en cuyo laboratorio cursaba el doctorado Albert. Posteriormente, se desarrollaron otros fármacos como la isoniazida y la rifampicina, lo que marcó el inicio de la terapia antimicrobiana específica, revolucionando el tratamiento y reduciendo significativamente la mortalidad.

Con la llegada de los antibióticos, los sanatorios fueron desapareciendo progresivamente, ya que la tuberculosis dejó de ser una sentencia de muerte y pasó a ser una enfermedad tratable con medicamentos. Sin embargo, en las últimas décadas han resurgido formas de tuberculosis resistentes a los antibióticos, lo que ha llevado a la necesidad de nuevos tratamientos y estrategias para evitar que esta enfermedad vuelva a azotar al mundo con su cadavérica palidez.

*Comunicador de ciencia / Instagram: @Cacturante

Imagen cortesía del autor

Gabriel Millán