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La caza del simiodrilo

Gabriel Millán*

“¡Este es el lugar del simiodrilo!”, gritó Tonalli el copiloto, (como en La caza de snark) mientras los ocupantes del vehículo veíamos emerger la simiesca silueta del Cerro El Chumil, desde los terrenos de cultivo ávidos de lluvia y nuevas semillas. 

Este fin de semana fui invitado por Karime Díaz, fotógrafa de la naturaleza y comunicadora de ciencia, a ser parte de una visita a ese cerrito, junto con un grupo de nueve personas interesadas y conocedoras de la biodiversidad, principalmente de los arácnidos y las aves. 

Esta era la primera vez que estaba con un grupo de personas que realizaban una expedición con la firme convicción de fotografiar arácnidos y por esta razón me sentía nervioso. En las salidas que había hecho nos interesaban las cactáceas, vegetación semidesértica y aves, pero mi experiencia con arácnidos era casi nula. ¿Me sentiría cómodo? ¿Podría sentir empatía por la pasión que sienten hacia esos bichos? ¿Nos entenderíamos? La respuesta, sin lugar a duda, es que fue una experiencia increíble. 

Lo primero que hice fue seguir mis instintos y buscar plantas, estaba ilusionado con poder ver Corypantha elephantides en hábitat, aunque no tuve suerte; la única que logré ver estaba en una maceta en el centro ecoturístico. Las únicas cactáceas que pude ver fueron algunos columnares y nopales, de modo que al no encontrar cactus (que era mi principal interés), me puse a buscar arácnidos y noté que, una vez que comienzas a ponerles atención, pareciera que mágicamente el suelo se llenara de ellos. No es la primera vez que sentía este fenómeno: recuerdo que, en San Luis, una vez que encontramos un Ariocarpus kotschobeyanus en el suelo, ¡comenzaron a “aparecer” muchísimos más!

Estos chicos, mucho más jóvenes que yo, hablaban con una pasión tan auténtica y describían lo que estaban fotografiando con una emoción tan grande que era imposible no sentirme contagiado. Uno de ellos me prestó un lente macro para el celular (como si fuese una lupa), para poder tomar fotos con el teléfono. Descubrí pequeñas arañas lobo, vi pececillos en el riachuelo, alcancé a observar diminutos áfidos; me sorprendí con caballito del diablo devorando una mosca; escuché el zumbido de abejas y avispas sobre mi cabeza y, tirado panza al suelo al lado del riachuelo, vi un universo diminuto tan fascinante para mí que sentí una emoción casi indescriptible, inconmensurable quizá, como seguramente sintió Anton van Leeuwenhoek al descubrir microorganismos en el agua.

La experiencia con este grupo fue maravillosa. Compartían lo que sabía, explicaban, conversaban sobre sus hallazgos recientes, sobre literatura científica, sobre experiencias vitales… Recordé algunos de los pasajes de Cazadores de especies de Richard Conniff, en los que narra las expediciones de los naturalistas famosos del siglo XIX; sus logros y sus penurias, sus alegrías y emociones al explorar y descubrir las nuevas formas de vida.

Es justo aquí donde quiero llamar a la reflexión e intentar transmitir la sensación que deja el descubrir nuevas cosas, nuevas plantas, nuevos bichos, nuevas aves. No necesitan ser especies nunca antes vistas para la ciencia, ni siquiera que sea la primera vez que nosotros las observamos, basta con que pongamos la suficiente atención para maravillarnos. El sentido de maravilla se puede ejercitar, solo hace falta tomarse un poco de tiempo, parar la vorágine de actividades, detener el tren de las “cosas por hacer” y observar. 

Por qué al final, ¿Cómo empieza la ciencia si no es con observar?

*Comunicador de ciencia

Twitter: @Desertius

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