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Lo que el patriarcado nos quitó

 

¿Alguna vez te has preguntado qué nos ha quitado el patriarcado a lo largo de los siglos? Spoiler: no fue solo el derecho al voto o la posibilidad de usar pantalones sin escandalizar a la sociedad. No, el patriarcado ha sido mucho más generoso en sus expropiaciones.

Empecemos por lo básico: el control sobre nuestros propios cuerpos. Durante siglos, las mujeres fuimos consideradas propiedad de nuestros padres, esposos o incluso del Estado. ¿Autonomía? Solo si se trataba de elegir entre cocinar o bordar.

La educación también fue un lujo reservado para unos pocos. Mientras los hombres debatían sobre filosofía y ciencia, nosotras aprendíamos a ser «buenas esposas y madres». Porque, claro, ¿para qué querríamos saber de matemáticas si podíamos contar los pañales que cambiábamos al día?

Durante siglos, fuimos educadas para no nombrarlo. Se nos enseñó que el orden del mundo era natural, eterno, inamovible. Que todo tenía su lugar: ellos arriba, nosotras abajo. Ellos decidiendo, nosotras obedeciendo. Ellos haciendo historia, nosotras limpiando la sala donde se firmaban los pactos.

Pero no, no era natural. Era una construcción meticulosa, con cimientos profundos, mejor conocido como patriarcado, para interés de este escrito le llamaremos la Estructura de Subordinación Universal, una maquinaria que opera a nivel global, interseccional, milimétrico… y casi siempre, con una sonrisa condescendiente.

Esta estructura no solo nos robó el derecho a decidir sobre nuestros cuerpos o nuestras vidas. También se llevó nuestras palabras, nuestras genealogías, nuestras posibilidades de imaginar otros mundos posibles. Se llevó el tiempo de nuestras abuelas, el cansancio de nuestras madres y las primeras veces de muchas de nosotras.

Como dice Rita Segato, el patriarcado (o este sistema de dueñidad) se perpetúa como un mandato de masculinidad violenta que necesita demostrar dominio. Pero ese dominio no es gratuito: lo pagan las mujeres, las infancias, las disidencias, y todas aquellas personas que no caben en la norma que este sistema impone.

Lo más perverso de esta estructura es que también hizo que muchas de nosotras creyéramos que era nuestra culpa. Que no era para tanto. Que estábamos exagerando.

Y sin embargo, aquí estamos. Nombrándolo, porque cuando nombramos, desobedecemos y cuando desobedecemos, abrimos grietas en la estructura.

Ahí entra el feminismo. No como una moda ni como una agenda incómoda, sino como una herencia colectiva de dignidad. El feminismo nos devolvió lo que creíamos perdido: la rabia, la voz, el deseo, el derecho a imaginar otras formas de vivir. Nos heredó alianzas, lenguaje, redes, libros, cantos, espacios seguros y palabras como “sororidad” y “autonomía” que antes no podíamos ni nombrar, pero ahora abrazamos.

Nos enseñó que no estamos solas. Que nadie más debe decirnos cómo vivir, vestir, amar o protestar. Que hay otra manera de estar en el mundo, una donde no tengamos que pedir permiso para existir. Así que no, no estamos aquí para agradecerle a la Estructura de Subordinación Universal los “avances”. Estamos aquí para decirle que su tiempo se acabó. Que no hay vuelta atrás.

Y que cada vez que una niña alza la voz en la escuela, una madre exige justicia, una abuela rompe el silencio, una comunidad cuida sin jerarquía, o una mujer dice “yo decido”, la historia se reescribe. Porque si el patriarcado nos quitó siglos, el feminismo hereda futuro.

Denisse B. Castañeda