Aquella tarde de verano, en los Juegos Olímpicos de Beijing 2008, se corría la final de los 100 metros con obstáculos para mujeres. En la octava posición corrió Priscilla Lopes-Schliep (Scarborough, Ontario, 1982), competidora de Canadá. La carrera fue explosiva y, en tan solo 12.60 segundos, Dawn Harper de los EE. UU. cruzó la meta. En segundo lugar, a 10 centésimas de segundo, cruzó Sally McLellan de Gran Bretaña, y para quedarse con el bronce, Priscilla Lopes-Schliep estiró su musculoso torso, lo cual fue suficiente, por una centésima de segundo, para dejar atrás a Damu Cherry, también de los EE. UU. En los Juegos Olímpicos modernos, las preseas se dirimen en fracciones de segundo, lo que no resta méritos a las demás competidoras, que a menudo son olvidadas. Este no fue el caso de Priscilla Lopes-Schliep, cuyo futuro le depararía un episodio inusual que se cruzaría con la historia de Jill Viles, nacida en Desmoines, Iowa, EE. UU., en 1974.
En contraste con la vida deportiva de Priscilla, Jill comenzó a padecer debilidad en piernas y brazos desde su niñez. Su figura delgada se acentuaba en los brazos y piernas, donde era evidente la pérdida de masa muscular. A los 12 años, su debilidad motora era tanta que ya no podía conducir una bicicleta, como relata David Epstein en su reportaje “La científica de la distrofia muscular, la olimpiada y el gen mutado” (ProPublica, 15 de enero de 2016), fuente original de esta historia. Su caso fue examinado clínicamente por diversos especialistas médicos, quienes diagnosticaron un tipo de “distrofia muscular” que afectaba en diversos grados a su padre y a sus hermanos, aunque ninguno de ellos desarrolló los severos efectos observados en Jill. Pero Jill, hoy con 50 años de edad, es de las personas que no se conforman con explicaciones vagas y buscó documentar su padecimiento. Dedicó miles de horas al estudio de todo libro y artículo científico que iluminara el conocimiento de su enfermedad, hasta que encontró algo parecido en una condición rara descrita como “distrofia muscular Emery-Dreifuss”. Las fotografías de los individuos afectados por esta enfermedad le hicieron recordar inmediatamente a su padre. Los músculos y las venas de los brazos y piernas estaban muy marcados en estos hombres que, por otra parte, eran delgados. Conocer los síntomas asociados a la distrofia le condujo a prevenir a su padre de una falla cardíaca, comúnmente asociada a la enfermedad. Su padre tenía un ritmo cardiaco irregular sin causa identificada. Bajo tal advertencia, pudo prolongar su vida con el uso de un marcapasos hasta su muerte a los 63 años por un ataque cardíaco, cuando ya padecía de la inmovilidad causada por la distrofia.
Pese a este hallazgo, Jill estaba insatisfecha pues no contaba con un diagnóstico preciso de su mal. Había diferencias importantes entre la distrofia Emery-Dreifus y sus síntomas. Su perseverancia fructificó cuando supo que científicos italianos, a quienes había contactado años antes para analizar su genoma, habían descubierto el gen asociado a la distrofia Emery-Dreifuss y, además, que ella tenía una mutación en el mismo gen. A este gen se le conoce como “laminina” o LMNA, ya que es parte de la membrana basal o matriz extracelular de los tejidos, y está relacionado con el soporte de la estructura muscular.
Los individuos con distrofia Emery-Dreifus llaman la atención desde edades escolares, pues muestran una musculatura inusual sin hacer algún ejercicio especial. La hermana de Jill, quien también tenía la distrofía muscular, mostró a Jill algunas fotografías la atleta Priscilla Lopes-Schliep. En el colegio, Priscilla era objeto de bromas por su apariencia física extraordinaria, lo que a la vez la empujó a participar y destacar en el deporte. En esta actividad, Priscilla despertó suspicacias y acoso más de una vez, pues atribuían su musculatura al uso de esteroides. Jill reconoció esos patrones físicos tan familiares y tomó la decisión de comunicarse con Priscilla, quien seguramente no tenía nociones de poder estar en una situación grave. Con mucha probabilidad, Priscilla podría tener una forma de distrofia que causaba una baja acumulación de grasas y un crecimiento exagerado de las células musculares. La predicción de Jill fue confirmada con el análisis genético del gen de laminina de Priscilla, que mostró una mutación diferente pero cercana a la que se encontró en el mismo gen de Jill. Es una paradoja que esas pequeñas alteraciones en un gen tengan efectos tan devastadores y absolutamente divergentes. La observación de Jill y el diagnóstico genético salvaron la vida de Priscilla, quien ahora recibe medicamentos adecuados y dietas estrictas.
Cada cuatro años, atletas de la mayoría de los países compiten por ser los mejores en una actividad deportiva, pero los genes no compiten. La contribución de los genes a la preseas deportivas, en el mejor de los casos, está sujeta al contexto molecular donde se expresan y a la circunstancia de cada individuo.
Priscilla Lopes-Schliep Foto: CBC Sports CBC Sports