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I

“Hay en el alma un deseo de no pensar. De estar quieto. Emparejado con éste, un deseo de ser estricto, sí, y riguroso. Pero el alma también es una afable hija de puta no siempre de fiar.”

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Raymond Carver

El aprecio por la miniatura, por la fugacidad, por los detalles que desde su insignificancia hacen la vida. El afán por hallar en las células pequeños planetas, instantes de la vida que ocurren en un lugar y en un tiempo precisos, pero que igualmente pueden ser intercambiados y ubicarse allí donde la experiencia de sus lectores sienta lo entrañable de su memoria. Así es la literatura de Alejandro Zambra. El mundo de sus novelas es siempre el mismo, como si cada una de ellas fueran en realidad capítulos de una misma obra.

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Un niño de nueve años trata de entender el mundo. No el mundo de afuera, donde ocurren cosas terribles, pero que no lo tocan porque él está protegido por una familia que se concentra en la indiferencia y borra de su cotidianeidad lo político, evitando todo aquello que represente un riesgo, arropada por el silencio. La infancia es otra coraza que resguarda a ese niño. Su mundo es del aprendizaje en la escuela, el del incipiente amor no correspondido, el de los juegos en medio de un movimiento telúrico.

Formas de volver a casa (Editorial Anagrama, 2011) recorre el pasado y el presente, donde un niño y un muchacho viven la realidad como si no fueran parte de ella. O, más bien, tratando de explicársela como espectadores de una historia que otros se encargan de encauzar.

“Los chilenos están más comprometidos con el olvido que con el recuerdo”, ha lamentado Zambra en una entrevista. En realidad, donde dice chilenos debe decir humanos. La realidad y la ficción de Formas de volver a casa no sólo reflejo de una nación (Chile) y una época (la dictadura de Pinochet), precisas. Esta novela se puede leer como una cartografía de lo desoladoramente humano, y al mismo tiempo como un mapa de esos tesoros que se esconden las profundidades de nuestro pasado.

La literatura de Zambra rehúye de lo portentoso, las detalladas descripciones, los párrafos interminables y el barroco. En cambio, es la brevedad, lo telegráfico, el reverso de lo evidente, y la médula de lo sencillo lo que hilvanan sus historias. A partir de esos elementos diseña un argumento donde el tiempo navega en el océano de lo onírico.

II

“Una vez me perdí. A los seis o siete años. Venía distraído y de repente ya no vi a mis padres. Me asusté, pero enseguida retomé el camino y llegué a casa antes que ellos –seguían buscándome, desesperados, pero esa tarde pensé que se habían perdido. Que yo sabía regresar a casa y ellos no. Tomaste otro camino, decía mi madre, después, con los ojos todavía llorosos. Son ustedes los que tomaron otro camino, pensaba yo, pero no lo decía. Mi papá miraba tranquilamente desde el sillón. A veces creo que siempre estuvo echado ahí, pensando. Pero tal vez no pensaba en nada. Tal vez sólo cerraba los ojos y recibía el presente con calma o resignación. Esa noche habló, sin embargo –esto es bueno, me dijo, superaste la adversidad. Mi madre lo miraba con recelo, pero él seguía hilvanando un confuso discurso sobre la adversidad. Me recosté en el sillón de enfrente y me hice el dormido. Los escuché pelear, al estilo de siempre. Ella decía cinco frases y él respondía con una sola palabra. A veces decía, cortante: no. A veces decía, al borde de un grito: mentira. Y a veces, incluso, como los policías: negativo. Esa noche mi madre me cargó hasta la cama y me dijo, tal vez sabiendo que fingía dormir, que la escuchaba con atención, con curiosidad: tu papá tiene razón. Ahora sabemos que no te perderás. Que sabes andar solo por las calles. Pero deberías concentrarte más en el camino. Deberías caminar más rápido. Le hice caso. Desde entonces caminé más rápido. De hecho, un par de años más tarde, la primera vez que hablé con Claudia, ella me preguntó por qué caminaba tan rápido. Llevaba días siguiéndome, espiándome. Nos habíamos conocido hacía poco, la noche del terremoto, el 3 de marzo de 1985, pero entonces no habíamos hablado. Claudia tenía doce años y yo nueve, por lo que nuestra amistad era imposible. Pero fuimos amigos o algo así. Conversábamos mucho. A veces pienso que escribo este libro solamente para recordar esas conversaciones.” / Formas de volver a casa, Alejandro Zambra.

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Ilustración de Kristos Lezama / Cortesía del autor

Raúl Silva de la Mora