Hubo años en los que veíamos muy lejos que a una mujer le colocaran la banda presidencial. Sabíamos que debíamos esperar décadas, que eso pasaría primero en países como Estados Unidos o Alemania donde Ángela Merkel era un faro del liderazgo femenino, con todo y su tipo de mamá con gafas. Nos preguntábamos por qué Nicaragua, Costa Rica, Chile, Argentina y Brasil ya habían avanzado lo suficiente como para tener mujeres al mando. Le echábamos la culpa al machismo intransigente de este país, hasta a su sociedad feminicida.
Pero las cosas cambiaron. También el mundo de este lado de la frontera con naciones cerradas con un klan todavía vivo o repúblicas con mujeres presidentas que hacían milagros para que el sur global no terminara de despedazarse. Nosotros no, así en masculino: nosotros al fondo de la justicia, en último lugar de representación política o el primer sitio en simulación porque las cuotas de género comenzaron a usarse tramposamente, por ejemplo, con una esposa al mando, pero quien decidía era el marido; una amante algo entendida, pero el padrino moviendo presupuestos y acuerdos; una hermana, una prima, una conocida, pero ellos siempre tomando las decisiones capitales.
Las feministas supimos entonces que las cuotas se habían tornado biológicas, vaya contradicción, no ideológicas. Morelos fue la prueba constante y sonante de que, incluso con un congreso conformado mayoritariamente por diputadas, la agenda de esos años distó mucho de ser feminista, de implementar en serio políticas públicas que protegieran la vida y la libertad de las mujeres. De esa forma entendimos que la perspectiva de género oficial se convertía en embrujo con el cual se implementaban espejismos emancipadores solapados por agendas globales que poco tenían que ver con nosotras, con nuestras realidades.
El primer piso de la cuarta transformación trajo no sólo las ayudas sociales, un peso fuerte, la revisión fiscal durante tanto tiempo esperada y ajustada, sino la puerta abierta para que mujeres con méritos ocuparan cargos de primer nivel. De ese modo, un nombre que siempre había hecho historia siguió haciéndola: Olga Sánchez Cordero ocupó la Secretaría de Gobernación al comienzo del sexenio que acaba entregando el poder a una mujer y que comenzó poniendo a los grupos indígenas de nuestro país en primer lugar. Sí, eso es progreso. Más allá de los discursos u otras narrativas, la apertura en los hechos a la presencia de mujeres en puestos clave de decisión se fortaleció. No obstante, ni los globos, ni el pastel, ni la música, garantizan una buena fiesta.
Los desafíos que enfrenta Claudia Sheinbaum Pardo, la primera Presidenta de México, son como titanes en espera de salir a un coliseo a batirse con quien se deje. La de por sí magullada relación con el potente vecino del norte en tiempos de captura del Mayo, así como las demandas inmigrantes, la violencia imparable en nuestro territorio, la crisis económica que volatiza peligrosamente al peso unida a la desconfianza inversora que crece cuando ve que el rey de España no asistirá a la toma de envestidura, son factores, la verdad, que no ayudan mucho, que con todo el bombo, el platillo, la maraca, los aplausos, no nos dejan ser muy optimistas. Deformación profesional de periodista feminista si usted quiere, pero es que ahí están las broncas, los pendientes mayúsculos. Ojalá el liderazgo de Claudia esté a la altura y no entregue, a las primeras de cambio, motivos para que ellos digan lo que están esperando decir, lo que se mueren de ganas de expresar con evidencias: “¿Ya vieron cómo son las mujeres cuando gobiernan?, ¿para eso querían el poder, para cargarse a un país?” y lo que venga, porque vaya que vendrá.
En tanto nos alcanza ese futuro incierto que por el bien de todas y de todos no debe lastimar a este país, celebremos. No creo que sea una victoria pírrica. No es baladí. Sí importa porque manda un mensaje crucial: México ya tiene una mujer al mando y lo demás, aquello que veíamos lejísimos, acaba de suceder, de tocarse con las manos que votaron.
*Escritora