Algunos acordes sobre la historia de un músico
En la casa de la palmera de Portales, frente a un caballito de tequila blanco -su bebida preferida-, Agustín Reina nos cuenta, con su don de buen conversador, sus andanzas, travesías y algunas vagancias de su vida como músico. Afortunadamente para quien ha disfrutado de la música salida de su bajo y su guitarra, las artes plásticas no fueron lo suyo. Por sus inquietudes hacia el arte, al terminar sus estudios en la preparatoria número 1 de San Ildefonso, se inscribió en la Academia de San Carlos. Con el tiempo supo que la pintura no era su vocación, así que cambió el rumbo hacia otro camino artístico, ahora en la Escuela Nacional de Música de la UNAM. Se decidió por la guitarra, como nos dijo Neruda en un poema memorable [1].
Él ya había elegido su campo e instrumento: estudiaría guitarra clásica. Desde los dos exámenes de admisión que se practicaban, Agustín supo que no había equivocado su elección. Con humor, cuenta que el primero de ellos era casi un examen médico, que comprobaba que no estabas sordo ni manco. El otro era una breve audición frente a dos sinodales que valoraban habilidades y evaluaban todo, desde la forma de tomar la guitarra hasta la manera de tocar. No olvida a dos de sus grandes profesores, los maestros Alberto Salas y Guillermo Flores Méndez. Este último, como bienvenida a la escuela, les ofreció una plática introductoria a la carrera de guitarra; de esa charla Agustín tiene presentes dos frases que no ha olvidado durante su larga carrera artística. “El Maestro Flores Méndez, con toda seriedad, nos dijo: de todos ustedes, muchachos, solo uno o dos serán concertistas, los demás serán músicos, de cualquiera de esos futuros musicales se sentirán orgullosos. Ahora bien, para lograrlo, hay un solo camino: perseverancia y más perseverancia.” Agustín, con el humor mordaz que lo acompaña desde joven, se dijo, “o sea para ser un buen guitarrista hay que chingarle.”
Con esas ideas guardadas en el estuche de su guitarra, Agustín Reina comenzó su travesía por la música, que ha sido larga, sinuosa y muy placentera, siempre sostenida por un triplete: su vocación, su talento y el placer inigualable de tocar esas cuerdas.
Sus andanzas para ganarse la vida con su oficio comenzaron cuando era todavía estudiante de la Escuela Nacional de Música -llamada con burla por los alumnos la “nació-mal“-, cuando un compañero flautista y él decidieron ganarse unos centavos practicando con sus instrumentos en las calles de la colonia San Rafael, a las puertas del metro San Cosme. Esa imagen me hizo viajar a los recuerdos de otras estaciones del metro: las de París y Nueva York, donde otros músicos tocaban y colocaban sus sombreros en el suelo a la espera de la propina de los pasajeros. Aquí, frente a la Secundaria 4, los transeúntes agradecían la interpretación de sus estudios de piezas clásicas, poniendo en el estuche de los instrumentos alguna moneda; al cabo de unas horas reunían lo suficiente para el almuerzo y les alcanzaba, exactamente, para una salchicha Frankfurt, para él hoy inolvidable, acompañada de puré papas y una cerveza León Negra. Esto disfrutaban en el Kikos, un lugar clásico del rumbo.
Su mundo recorrido con la guitarra y un bajo ha abarcado muchos géneros, muchas formas musicales, unas de ellas muy provocadoras, todas de gran calidad. Como parte del grupo Zazhil, que fue pionero en la fusión de géneros de la música mexicana -como la infinita geografía del son: las trovas abajeñas, los huastecos, los de tierra caliente y los sones jaliscienses-, que fusionaban con el blues y el rock.
Temprano en su carrera de músico trabajó con otros grupos y figuras famosas de la música popular, como Tehua y Óscar Chávez. Por invitación de un amigo, tuvo el extraordinario privilegio de trabajar con el señor Chava Flores, con quien recorrió los mercados de la Ciudad de México, donde se grababa un programa para la televisión y la radio llamado “Desde el mercado”. De ese genio recuerda su sencillez y calidad como persona, y por supuesto su sentido del humor, único, del que fue presa en más de una ocasión. No olvida las primeras palabras que cruzó con él, al presentarse como su nuevo guitarrista: don Chava, con su conocida gracia punzante lo recibió diciendo —“¡Ah, tú eres la próxima víctima, manito!”.
Su esforzada formación, así como las recomendaciones de amigos músicos le valieron una invitación para ir a tocar a Chicago. Como todo un profesional, Agustín decidió, como dicen los italianos, rischiare, que en nuestro idioma significa atreverse, y aceptó el reto de irse a tocar y vivir por años en la Ciudad de los Vientos. En esa gran urbe vivió y tocó por cuatro años; con su nivel y la experiencia adquirida, incursionó en varios géneros musicales, pero fue el blues de Chicago el que lo atrapó entre sus fantásticas telarañas. Esos ritmos ya estaban en sus oídos desde niño, inculcados por el radio que nunca apagaba su primo George, quien vivía con su familia en Texas y a quien solía visitar. Agustín permitió que ese beat, esos devaneos y desplantes que escuchaba no lo dejaran jamás. Su pasión por esas cadencias fue acrecentada aún más en sus recorridos por los laberintos subterráneos del Wacker Drive de Chicago. Este pasadizo vial lo llevaba a lugares de tradición musical y cinematográfica, como el Billy Goat, donde Belushi filmó escenas de la genial película The Blues Brothers.
A su regreso a México, Agustín Reina Betancourt se reincorpora al conjunto del cual había sido fundador y pieza central. El nombre de ese grupo lo dice todo, El Club del Algodón, un grupo mexicano que toca jazz y blues, creado hace ya treinta años. En esta casa donde hoy nos cuenta estas estampas de su vida como músico, ha ensayado por décadas con otros grandes músicos, algunos de ellos amigos de toda su vida y dos de ellos ya ausentes, pero imprescindibles en la historia de Agustín y su búsqueda de las más exquisitas armonías: Guillermo “El Pollo” Carvajal, entrañable pianista, y Edgar Campos, sorprendente baterista. No podría faltar en esta plática alguna anécdota divertida, como todas las vividas (y que algún día merecerán un texto particular) con su compañero de música y vagancias, otro extraordinario baterista, Fernando Caballero, el Cabezón. Con ellos, y con la voz privilegiada de Laura Koestinger, también anfitriona de la casa de la palmera, Agustín sigue modelando, con sus manos y su corazón de músico brujo, las mejores artes de El Club del Algodón.
Al escucharlo en los ensayos y, sobre todo, en las presentaciones de Laura Koestinger y El Club del Algodón, se trasmite y emociona la sensibilidad con la que Agustín Reina interpreta la música, ante lo cual no puedo sino recordar la sentencia que una noche vi colgada en una placa de un club de Chicago: “You hear the music, but you feel the bass”.
1 En su poema Testamento de Otoño, Pablo Neruda comienza diciendo “Entre morir y no morir me decidí por la guitarra”.
*Bailarín tropical, apasionado de viajes, bares y cantinas que desea que estas Vagancias semanales sean una bocanada de oxígeno, un remanso divertido de la cotidianidad. (elbiologony@gmail.com)
Imagen cortesía del autor