Mi sobrenombre, el Biólogo Hernández. A confesión de parte relevo de pruebas*
En un ejercicio de memoria, en lo posible no fallida, empiezo a buscar mi sobrenombre en el viejo oficio de la biología. De mis queridos maestros, ninguno culpable de estos pasos, solo nombro, a manera de homenaje, a Rafael Martín del Campo, un hombre mayor construido sin duda en esa escuela decimonónica que formaba personas cultas y de valores humanitarios. Y sigo con el orden dictado por mis recuerdos: Alfredo Barrera, Arturo Gómez Pompa, Efraín Hernández X, Javier Valdés, Ramón Riva, José Sarukhán y Consuelo Sabin, quien me dio mi primer empleo como su profesor adjunto; después aparece la Maestra Estrada, una estudiosa de la embriología animal, que en uno de sus proyectos de investigación me convirtió en partero de miles de ejemplares de Artemisa salina, un microscópico crustáceo adaptado a extremas concentraciones de sal. Sin olvidar a Marta Ortega, especialista en hongos, que por su culpa me tuve que soplar, para aprobar Botánica II, el Alexopolus, un libro más grande y sobre todo más grueso que un perrito que vivía en casa de mis padres. Cómo no hablar del maestro Taboada, quien nos hacía aprender físico química riendo, a partir de su punzante sentido del humor incluso a los negados para esa ciencia dura. Todos ellos están presentes en mi agradecimiento, como grandes figuras de la Ilustración que tuve la suerte de conocer.
Algunos estuvieron a punto de convencerme que la biología era mi vocación. De Alfredo Barrera Marín, como profesor de Evolución, recuerdo claramente sus primeras palabras al mostrarnos el programa de estudios; cito textualmente lo que registré en mi cuaderno de apuntes: “Los seres vivos a través de miles de años se han ordenado a sí mismos, desde las bacterias, los protozoarios, hasta las plantas y los animales superiores; esos grupos construyeron la Taxonomía, a los biólogos solo nos queda ordenar su registro”. De ese gran profesor, con el tiempo, tuve el placer de hacerme amigo.
Javier Valdés era de esas personas a las que al momento de verlas se revela su bonhomía. Era un botánico que me conoció como alumno y, aún hoy no entiendo por qué, tuvo el atrevimiento de invitarme a trabajar, ya siendo pasante, en un proyecto que se desarrollaba en el Instituto de Biología. Ahí tuve la fortuna de conocer a muchos biólogos consagrados; recuerdo a Panchito Medrano: así le decían todos a ese gran experto en cactáceas, quien portaba un enorme bigote que envidiaría el propio Bienvenido Granda, aquel de: «óyeme mamá, qué sabroso está, ese nuevo ritmo que se llama cha-cha-chá”. El trabajo que me encargó fue una hacer una revisión bibliográfica de plantas indicadoras de manto freático, para el semidesierto mexicano. Después de semanas sentado en un cubículo revisando libros, mapas, artículos especializados, incluso en idiomas que no dominaba, y obtener una lista infinita de especies vegetales, registrar su nombre científico, la profundidad de donde sus raíces encuentran el agua, y su ubicación en el territorio nacional. Me dije a mí mismo, por primera vez: Esto no es lo mío, ¿qué estoy haciendo aquí?
Entre ese tiempo y el otro en que me volví a hacer esa pregunta, conocí a Gutiérrez Vázquez, fundador del Consejo Nacional para la Enseñanza de la Biología, quien era un educador; la enseñanza era su pasión, todos los que estuvimos cerca de sus «locuras» fuimos tocados por él. De una de ellas nació el tema de la tesis profesional con que me recibí. Otro momento memorable fue la primera vez que oí hablar al doctor Sarukhán: no lo veía porque estaba en las últimas filas del auditorio del Instituto de Biología. Su voz fue un baño de frescura en esos seminarios. Creo que llegaba de Inglaterra, y lo que planteaba era nuevo, provocador y moderno, planteando problemáticas y propuestas teóricas y salidas prácticas; yo solo vi su pipa, que prendía a cada momento, y su mirada congruente con cada palabra que decía. Hoy lo encuentro en restaurantes y aeropuertos, ya le hablo “de tú”, pero siempre le digo Doctor.
Alguna vez en esas vagancias juveniles me emborraché en la casa con Efraín Hernández Xolocotzin, el ingeniero agrónomo que entre otras muchas cosas trabajó en el origen, la genética y la evolución, ni más ni menos, de esa gramínea fundadora de la comida universal: el maíz. Perdón, egresados de Chapingo, esa institución tiene dos monstruos: Xolo, como le decían todos a Hernández X. y Álvaro Carrillo.
Un agradecimiento a mis maestros Samuel Gómez y Virgilio Arena, gente que conocía el mar y sus esteros. Por ellos, navegué en Huizache y Caimanero, en Sinaloa. Era un estudio sobre el zooplancton; en este trabajo, que se hacía desde una lancha sin toldo, a 40 grados de temperatura, con el sol cayendo a plomo, había que capturar esos microorganismos con redes especiales, identificarlos y calcular estadísticamente su volumen. Apenas pude, por esas condiciones climáticas, hacerme por segunda vez la pregunta: ¿Qué estoy haciendo aquí? Esto no es lo mío.
Al doctor Arturo Gómez Pompa lo conocí en la Facultad. Fue la primera persona a quien escuché hablar con conocimiento y preocupación del medio ambiente. Yo estaba terminando la carrera cuando me convocó a participar en un estudio, quizá de los primeros que se realizaron en México, sobre impacto ambiental. El proyecto se llamaba Laguna Verde, lugar donde se iba a construir la planta nuclear hidroeléctrica. El trabajo dirigido por el doctor Gómez Pompa estaba respaldado por tres grandes investigadores, el dr. Ramón Riva, Carlos Vázquez y Sergio Guevara, yo los acompañaba y recibía sus indicaciones. Siguiendo el método clásico de la ecología, se diseñó un transecto desde el Cerro Monte de Oro hasta la playa, en Palma Sola. Mi trabajo consistía en recolectar hojas, flores y frutos, tomar la muestra y ponerla en hojas de periódico, cubrirlas con cartón como si fueran libros, anotar sus datos y llevarlas al transporte al final del día. Por tercera vez, ahora no por cansancio físico sino por intuición, me dije en silencio: Esto no es lo mío. ¿Qué estoy haciendo aquí?
De esa experiencia me viene una evocación sonora, es el nombre musical de una cactácea que colecté en las dunas de ese mar veracruzano: Opuntia dileni. Pero, como todo egresado de la Facultad de Ciencias tiene algo de extraviado, seguí la saga de mi amigo, el gran ornitólogo Carlos Juárez López. En esa época se hacía una hora o más, por trerracería, baches y charcos, desde Catemaco hasta la selva alta perinifolia. En los Tuxtlas tuve que estudiar a unos pájaros negros, Crotofaga sulcirrostris es el nombre científico; había que capturarlos en redes invisibles para ellos, en las madrugadas nocturnas, empezando a las cinco de la mañana, y a otros había que cazarlos con escopeta. A los primeros se les liberaba después de pesarlos y determinar sus intimidades, y marcarlos con aros en sus patas para una próxima captura. Los otros ejemplares no tan afortunados había que diseccionarlos y revisar cuál era su alimento. Fue en esas madrugadas en el trópico húmedo que me dije por cuarta vez,
Esto no es lo mío, ¿qué estoy haciendo aquí?
Seguí en ese camino por un tiempo porque sus alrededores y vivencias eran increíblemente divertidas. Por eso, ser Biólogo, además de que me ayudó a tener un mínimo orden en mi coco, más que una profesión me dio un sobrenombre ganado a pulso, a tal grado que muchas amistades no me conocen por mi verdadero nombre, solamente me llaman “El Biólogo”.
*Texto publicado en Andanzas, Jorge Hernández y Luna, Ciudad de México, Editorial Cal y Arena, 2021.
**Bailarín tropical, apasionado de viajes, bares y cantinas que desea que estas Vagancias semanales sean una bocanada de oxígeno, un remanso divertido de la cotidianidad. (elbiologony@gmail.com)
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