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Otra vez, mi mala suerte

 

Muchos años antes del viaje a La Habana comentado en la anterior Vagancia, la diosa fortuna ya me había hecho algunas travesuras. Una de ellas ocurrió en la única noche que pasaría en París, en tránsito, en un viaje de trabajo. Al llegar procedente de Londres al aeropuerto Charles de Gaulle, me hospedé en uno de sus hoteles y, sin pensarlo, me dirigí a la estación de tren. Con mi pésimo francés, pero sin equivocarme, pude comprar un boleto que me llevó a la estación Luxemburgo. Al salir del metro me volví a maravillar de esa ciudad, caminando por sus avenidas y callejones para ir en busca de la Rhumerie, en la calle Saint Germain; un bar que había conocido con amigos en un viaje años atrás. Recordaba que, como su nombre lo indica, se especializa en ofrecer una gran variedad de rones del mundo; algunos muy delicados, para beberse solos, y otros con los que preparan cocteles cuya preparación y sabor cambia según las estaciones del año. Esa tarde, en ese lugar donde bebieron Sartre, Simone de Beauvoir y Antonin Artaud, empezó mi mala suerte. Al llegar me extrañó no ver gente intentando entrar, ya que en las otras ocasiones que lo había visitado estaba “a reventar” de parroquianos. Esa tarde no encontré a persona alguna buscando una copa, sino sólo un pequeño letrero rojo y amarillo que decía: Seulement pour aujourd’hui, fermé.

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Contrariado por no beber un gran coctel de ron de Martinica, seguí en busca de otro lugar que está sellado en mi biografía; iba con la firme intención de degustar el mejor Coq au vin que he probado en mi vida, y que me recordaría cuando estuve en ese restaurante acompañado de mi hermano Martín y de mis padres, en 1970, el año en que por primera vez visité la Ciudad Luz. Solamente tuve que andar pocas cuadras, ya que ese lugar que buscaba se encuentra en la misma avenida de Saint-Germain-des-Prés, en el corazón del viejo Barrio Latino. Ese lugar histórico, le Plus ancian Café Restaurat de Paris, se llama Le Procope. En esa calle, rodeada de esos edificios magníficos, la suerte me dio su segundo golpe. Era de noche, y a las afueras de ese templo culinario se me informó que esa noche, y no ninguna otra del año, el lugar estaba cerrado al público, ya que se celebraba con una cena de gala privada el aniversario de su fundación, ocurrido en 1686.

En desagravio, me fui en taxi al barrio de Montparnasse, a La Coupole – Brasserie, a cenar y tomar unas copas, no sin antes maldecir mi suerte, pero consolado por el recuerdo de los hombres universales que se habían sentado en las mesas de este otro lugar, ahora contiguas a la mía.

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La segunda parte de estas desafortunadas historias tuvo lugar años después, en otra ciudad de otro país. Esta vez fue en Chicago, donde mis errores de planeación de viajes de placer, por una manía de no informarme previamente de las cosas, por medios electrónicos, me llevó a otra desilusión musical. Llegué a Chicago, era lunes; después de comer una hamburguesa extraordinaria en el Billy Goat Tavern & Grill, tomé un taxi en la puerta del lugar, y le di al chofer una dirección exacta para que me llevara a la esquina de Ogden y Chicago. En el trayecto, el conductor me explicó que Ogden es una de las pocas calles diagonales de la cuidad, y que en los primeros tiempos de su fundación era un sendero de los indios, los primeros pobladores. El taxista hablaba con conocimiento y orgullo.

Al llegar a la esquina indicada, no me fue fácil encontrar el lugar que buscaba, ya que su apariencia no era como la esperaba: el lugar era un vagón metálico color plata. Al fin ubiqué el nombre del lugar, que estaba en la puerta, y me confirmó que estaba en el lugar que buscaba: Matchbox -caja de cerillos. Ese lugar es famoso porque presume ser “el bar más pequeño de Chicago”, y dicen que en los años veinte lo visitaban gánsters de la ciudad, incluido el legendario Dillinger. Con enorme ilusión busqué la entrada, incluso procuré otra puerta porque la primera estaba cerrada. Ya ustedes lo adivinan; me quedé pasmado de enojo frente a un letrero que anunciaba: Open all the week. Closed only Monday. Sorry.

Pero esa no fue la única decepción que la mala suerte me tenía preparada en la ciudad de los vientos. El martes, después de una gran comida de mariscos y algunos digestivos en el Shaw´s Oyster Bar, me encaminé esperanzado hacia el norte de la ciudad, a un encuentro de dos catedrales del blues. Encontré, ahora sin dificultad, el Rosa’s Lounge Blues Bar, sitio que fue fundado por inmigrantes italianos hace muchas décadas. Allí, lo primero que me llamó la atención es que al frente tiene una taquilla con sus clásicos barrotes de metal, donde uno paga la entrada, y a un lado se anuncian con letras blancas sobrepuestas sobre una pizarra negra los grupos que se presentan. Sin embargo, me encontré una vez más en mi vida con el fatídico anuncio, esta vez en un cartón de esos que se cuelgan con unos cordones. Su breve texto me ofendió; decía en letras azules: Tuesday Closed.

Con mi espíritu todavía no derrotado caminé uno o dos kilómetros, con una parada obligada en un bar, de esos que al solo abrir sus puertas se sabe que tienen historia, por las paredes llenas de fotografías de los grandes del blues. Rodeado de esos rostros pedí una cerveza y una hamburguesa, para intentar apaciguar mi frustración de no poder escuchar a las bandas del Rosa’s. Luego seguí mi camino hacia el Kingston Mines, un bar que queda en la parte norte del bellísimo Parque Lincoln. Al no ver persona alguna en sus puertas, pensé que mi mala suerte seguía conmigo, y así fue, el mismo anuncio de Closed apareció en su entrada, junto al anuncio de las dos bandas que yo no vería ese día. Entonces me dije, ya con una mueca de coraje, que los músicos de blues odian los martes.

Afortunadamente, mi suerte cambió el día siguiente, en la octava entrada, cuando un home-run de tres carreras le dio el triunfo a mi equipo, los Yankees de Nueva York, y que derrotaron a las Medias Blancas de Chicago 7 a 4. Con ese gran juego, que vi desde la sexta fila de la primera base, me sentí confortado, y no pensé más en mi mala suerte, que tantas veces me ha ponchado sin tirarle a la pelota.

*Bailarín tropical, apasionado de viajes, bares y cantinas que desea que estas Vagancias semanales sean una bocanada de oxígeno, un remanso divertido de la cotidianidad. (elbiologony@gmail.com)

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Jorge “El Biólogo” Hernández