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Un futbolista que también jugaba con los números

 

Una tarde, en una conversación a distancia con mi amigo Juan Manuel Herrero, las palabras que escuchaba con atención me transportaron a los lejanos tiempos de cuando fui estudiante de Biología, en la Facultad de Ciencias de la UNAM. Ese encuentro telefónico me hizo recordar que Manolo Herrero caminaba por los pasillos de la facultad y se sentaba cerca de la fuente de Prometeo, sin que nadie le pusiera mucha atención, como pasaba a la mayoría de los estudiantes varones. Todo lo contrario de lo ocurría con las miradas que seguían a las guapísimas compañeras que afortunadamente poblaban esa Facultad.

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Sin embargo, esa indiferencia por Manolo cambió cuando por los corrillos en las aulas, y los laboratorios, se supo que ese estudiante de Actuaría había sido fichado para jugar con los Cremas del América, en su equipo de primera división. Desde ese momento, hasta las guapas querían platicar con él. Sin embargo, la fama es de doble filo, porque hasta un futuro biólogo que había sido aficionado desde niño al América, se le acercaba a darle ánimos con su estilo poco discreto.

Mucho tiempo después nos reencontramos, ahora en un ámbito de trabajo, nunca deportivo, y nos hicimos amigos. Ahora los dejo con este gran futbolista y experto en demografía, para que nos lleve a algunas de sus historias:

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“Aquí va algo como aportación para el acopio de la tradición oral sobre bares y cantinas. No suelo ir con frecuencia a una sola cantina. Pero puedo, entre ellas, elegir para esta plática una que me agrada mucho, me refiero al Bar Antonio, que queda casi en la esquina que hacen Avenida Coyoacán y Adolfo Prieto. Allí nos reunimos de vez en cuando un grupo de amigos, de entre los cuales hay algunos con los que nos conocemos desde la infancia. El Antonio, para mi opinión, es un bar clásico; no solo tiene la ventaja, ahora fundamental para esta ciudad, de contar con estacionamiento, sino por supuesto la de ser un sitio donde los tragos vienen siempre bien servidos. Y su comida es espectacular. Incluso algunas veces te sorprenden montando un comal donde una muchacha prepara deliciosas quesadillas, gorditas y sopes. Otros dos asuntos se agradecen, el primero es que es un lugar poco ruidoso, y lo segundo -sobre todo para mí- es que cuenta con televisores donde he visto muchos juegos de la Champions. Con mis amigos, los temas se centran en futbol y política. Seguro nos queremos mucho, porque se llevan de manera mesurada, y además contamos con la suerte de que varios de ellos son médicos; creo que por ello es que en nuestras discusiones la sangre nunca llega al río. Como buenos conocedores de que en las cantinas se disfruta el ambiente solo hasta las tardes, nunca esperamos a que anochezca y nos retiramos cuando mucho a las seis”.

Cómo se antoja estar en esa mesa, tomar una copa con ese grupo y pedirle a Manolo que nos cuente sus travesías de cuando jugó con grandes futbolistas; que nos dijera, como si fuera un cronista deportivo, del tiempo cuando fue alineado junto a grandes figuras, como al Campeón Hernández, el Pichojos Pérez, Tonhino, Reynoso, el Monito Rodríguez, Enrique Borja y Manolo Borbolla, todos dirigidos por José Antonio Roca. Escuchar de cuando en esos años -desde 1970 hasta 1974- jugó como profesional en esos partidos, mientras seguía sus estudios de Actuaría. Saber con detalle sus trayectos de la Facultad a los campos de Coapa, lo que lo obligó a cursar la carrera dividida en dos horarios, el matutino -que le permitía llegar a los entrenamientos- y luego cubrir por la tarde las asignaturas restantes.

Pero Herrero no solo fue un gran medio de contención, sino un destacado estudiante, que un día cambió sus zapatos de tacos y el balón de gajos por los números, lo que lo llevó más tarde a estudiar demografía en El Colegio de México. Además de un gran pasador para que sus compañeros anotaran goles, con sus conocimientos académicos llegó a ser uno de los pilares de una institución fundamental del mundo electoral, el Registro Federal de Electores.

Hace algunas semanas, en una comida con otro grupo de amigos mutuos, me enteré, ahora ya de voz viva, que la vida de Manolo se cruzaba con la de dos personas entrañables con las que he compartido por décadas alegrías, vagancias y muchas aventuras. Resulta que el joven Manuel Herrero vivió en el mismo edificio, es decir fue vecino, de mi compadre y amigo Rafael Pérez Gay. Los departamentos donde convivieron quedaban en Cadereyta, una callecita de un solo tramo que estaba entre Tamaulipas y Nuevo León. En aquellos lejanos tiempos de finales de los sesenta, se cruzaban en las escaleras un futuro futbolista y artífice de la credencial para votar, y un gran escritor. Venturosos vaivenes de la vida.

La otra historia de la que nos enteró a todos los comensales apareció a la hora de los digestivos: en 1973, para ser exactos, cuando era estudiante de El Colegio de México, que en aquella época quedaba en las calles de Guanajuato, Manuel Herrero conoció a Luis Miguel Aguilar, para nosotros sus amigos, Güicho. Manolo salía de clases un día, acompañando a una compañera al lugar donde se hospedaba; atravesaron el Parque México y llegaron al número 25 de la Avenida México, que quedaba casi en la esquina con Sonora. Quien le abrió la puerta esa tarde fue el hijo de Doña Emma Camín, quien junto con su hermana Luisa era anfitriona de esa casa de huéspedes. Güicho fue el primer sorprendido al ver que quien había tocado la puerta era un jugador del América, el mismísimo Juan Manuel Herrero. Luis Miguel Aguilar Camín, americanista de toda su vida, no daba crédito de estar ante uno de sus ídolos de ese tiempo, y a pesar de la pena, le pidió un autógrafo -confiesa Manolo.

En la conversación durante esa comida salió a relucir, por la memoria privilegiada de Luis Miguel, que sabía el nombre, la nacionalidad y la belleza de la acompañante de ese futbolista que solía suplir a Roberto Hodge en la media cancha. Con toda seriedad, Güicho dijo: ella era una guapísima brasileña que se llamaba Ana María Goldani. Es decir, frente al Parque México, a las puertas de esa casa de huéspedes, se conocieron un gran marcador y tocador de pelota y el mejor poeta aficionado al América que existe. Esas fantásticas cosas solo nos las puede regalar, con su toque indispensable de invención, la tradición oral que nace en los bares y mesas con copas.

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*Bailarín tropical, apasionado de viajes, bares y cantinas que desea que estas Vagancias semanales sean una bocanada de oxígeno, un remanso divertidísimo de la cotidianidad.

Foto: Cortesía del autor

Jorge “El Biólogo” Hernández