

Cartas enviadas por un biólogo desde el viejo continente
Estas Vagancias desearían ser transportadas, como homenaje a mi nostalgia, por el tiempo del tiempo, para que lleguen a sus destinatarios utilizando el ya muy antiguo, casi mítico, y para los jóvenes desconocido medio de comunicación llamado teletipo o télex.

Este biólogo -vago y viajero- ha pensado que los viajes, para gozar las emociones una vez más, deben contarse de atrás para delante. Por ello, este primer télex les llegará fechado desde París, la última ciudad visitada en las vacaciones que les relataré.
Era la segunda semana de octubre y terminaba mi viaje por Europa volando de Madrid al aeropuerto de Orly. Fui recibido no solamente por la deslumbrante capital de la República Francesa, sino por la amistad y el cariño de amigos de siempre; eran Fabrice Salamanca y Mariana Cordera, quienes me recibieron en su casa, haciéndome sentir que era mía, pues no sólo me cedieron su recámara, sino que me abrieron su cocina y, afortunadamente, también su amplia cava.
El primer día, Fabrice estaba en un viaje de trabajo en Marruecos, asunto que no impidió que Mariana me organizara una cena de bienvenida a la cual estuvo invitada Danielle Pellat, su amiga mexicana que trabaja hace tiempo en Francia.
El lugar seleccionado estaba cerca; solamente tuvimos que caminar tres o cuatro cuadras en ese barrio que te hace sentir París a cada paso que das. El restaurante era el Víctor, un lugar pequeño y cálido donde celebramos una gran cena con la deliciosa sofisticación de la cocina francesa, acompañada de una conversación colmada de simpatía, inteligencia y cultura sin pretensiones de Danielle y Mariana, y que superaba por momentos el magnífico sabor del vino seleccionado para esa noche.

El día siguiente fue redondo a pesar de que la lluvia no paró en todo el día y la noche; la molestia de caminar cubierto con un paraguas y, por momentos, toreando el húmedo viento fue superada por el placer de estar una vez más en esa infinita cuidad. El piso -como dicen los españoles- donde viven mis amigos con Carmen y Eugenia, sus luminosas hijas, está situado en la Plaza Víctor Hugo. Solo cruzar la calle y se encuentra el Scossa Café Restaurant. Qué mejor forma de empezar el día -pensé- que saboreando un omelete con setas de otoño en ese clásico bistró.
Después de ese agasajo culinario tan parisino, me moví sin rumbo fijo, y en una esquina el nombre de un lugar me sorprendió y me hizo esbozar una sonrisa al pensar en mi amigo y anfitrión, el abogado Fabrice Salamanca. Era un Pub irlandés, aquí les dejo su nombre: “The Honest Lawyer”.
Mi caminata me llevó de nuevo a la plaza Víctor Hugo, la que recorrí por sus cuatro costados. En alguno de ellos decidí salir hacia una avenida que quedaba a la derecha de la casa. Por la hora y el fresco del tiempo, transité esa amplia calle en busca de un lugar para tomar un aperitivo antes de la comida. Mi andar era relajado, con el gozo de apreciar las buhardillas clásicas que copetean las espléndidas casas de la Ciudad Luz. No llevaba ni diez minutos de ese recorrido a pie, con el apoyo de mi bastón, cuando de repente, sin apenas darme cuenta, al cruzar la calle donde se formaba una leve curva, levanté la vista y me encontré de frente con la figura espectacular de la Torre Eiffel, majestuosa, a unos 200m de distancia. Quedé atónito de emoción ante esa imagen inesperada, y solo alcancé a decir: ¡Carajo! No sabía, emblemática torre, “guitarra al cielo” como te describió Huidobro, que estabas tan cerca de casa.
Para recuperar la respiración, me senté en el Cafe de Trocadero y pedí un pastís, para seguir gozando la Torre Eiffel y esa maravilla de paisaje. El día terminó de la mejor manera, en una cena con amigos entrañables, como bienvenida para Rolando Cordera y su hijo Rodrigo, quienes habían llegado esa tarde a París. Fabrice escogió un sitio absolutamente parisino, Le Petit Rétro, lugar con decoración Art Decó que reafirma su nombre. Conversar alrededor de una mesa de buen vino con Rolando siempre es una delicatessen, un placer exquisito que se repetía esa noche, como en innumerables veces desde que lo conozco hace más de cinco décadas. No recuerdo qué vino tomamos, pero lo que no olvido fueron mis ravioles en una salsa de langosta; estaban increíbles.

Ese fertilizante orgánico para la amistad que es el conversar, se repetiría con los mismos comensales al día siguiente, en otra cena, esta vez en casa, frente a una pasta con verduras preparada por Martita, la gran mujer que ha acompañado a la familia Salamanca-Cordera por años en México y que por temporadas lo sigue haciendo del otro lado del mar.
El jueves, que afortunadamente estaba soleado y sin lluvia, era el último día de este viaje, y Fabrice me invitó a comer, a manera de despedida, a un lugar cerca de su oficina. Para ese encuentro, esa mañana tomé un taxi en la esquina de casa, y al conductor, que masticaba un poco de inglés, le mostré un papelito que decía: 42 Rue Taitbout, Restaurant Bar a Vin, Mamou. El auto fue rodeando la plaza y tomó por la misma avenida que yo había caminado el día anterior, solo que ahora en sentido contrario, es decir, hacia la izquierda. Subrayo esto por lo que viene a continuación.
A tan sólo cinco minutos de ese trayecto del automóvil volví a quedar mudo de emoción. Estaba frente a mí el Arco del Triunfo. Rodeamos dos de las avenidas del Etoile, vi a mi derecha los Campos Elíseos, y volví a repetir ahora en voz alta, adjetivadamente, ante el asombro del taxista: ¡Carajo! Y sin reparo, se me salió: “pinche Fabrice, ¡dónde viniste a poner tu casa!”
El lugar para comer quedaba cerca de la oficina de mi amigo, del Boulevard Haussmann, a tan sólo dos calles de la Ópera Garnier. La calidad de la comida, una vez más, no importa repetirlo, era de cuento, de fábula, así sabía mi alcachofa fría rellena de alubias y con un aderezo fantástico, y de segundo plato, trocitos de ternera en una salsa a base de vino, cebollitas cambray, zanahorias y papas. De postre -no pude resistir-, pedí un mousse de chocolate, y un armagnac de digestivo. Todo ello salpicado de los muchos gratísimos recuerdos de las vagancias que volvimos juntos a vivir, al recordarlas.

Para mi regreso a casa, caminé hasta la Ópera, tomé una cerveza en un bar que queda enfrente y, más tarde, para cubrir una deuda con la ciudad, me dirigí caminando a la estación Saint-Lazare, para subirme al metro de París y revivir esa emoción guardada desde la primera vez que lo abordé, hace más de 50 años.
Con ese magnífico día terminó el fabuloso viaje que duró treinta increíbles días por Europa. Prometo seguirles enviado futuros télex.
* Bailarín tropical, apasionado de viajes, bares y cantinas que desea que estas Vagancias semanales sean una bocanada de oxígeno, un remanso divertido de la cotidianidad.
Imagen cortesía del autor

