

El último día de este magnífico viaje por España
El lunes, último día en Madrid de este viaje por España, lo cerré con broche de oro. Lo primero fue el desayuno en una bodega de barrio, más tarde la comida en un lugar de abolengo y una cena espectacular en la barra de una taberna, así como la visita a la última librería de esta travesía hispánica.

La noche anterior, a mi regreso de Torrelodones, me hospedé en un hotel situado a un costado de la Plaza Conde Casal, lugar que conozco bien pues frente a esa plaza se encuentra la casa donde muchas veces he sido recibido por mis amigos Pau Costa y Úrsula Murayama.
Esa mañana solamente tuve que andar una distancia “caminable” –“a walking distance”, como se dice en inglés–, es decir, sólo cuatro cuadras para llegar a la Bodega Estebaranz del barrio el Retiro Pacífico, en donde almorcé. Abran apetito, queridos seguidores de estas Vagancias, en esta ocasión pedí tan sólo media ración de huevos rotos con un poco de panceta y de beber mi primera caña del día, eso lo hice pensando en guardar un poco de estómago porque deseaba ir en busca de una empanadilla de bacalao de las que preparan en un pequeño bar ubicado en una de las esquinas del mercado de ese mismo barrio, y que por su sabor nunca me las he perdido cuando he andado por esos rumbos.
Con el placer de haber empezado el día de esa manera, al desayunar como se debe hacer en Madrid, abordé el Metro en Conde de Casal y, siguiendo las indicaciones de mi camiseta que en el frente tiene impreso el plano del Metro, en la estación Legazpi hice conexión con la línea verde para dirigirme a Callao con la intención de hacer un último recorrido por la librería La Central, una de mis favoritas de la ciudad. La visita me produjo un sentimiento triste. Esta librería que hace años me recomendó mi amigo y cineasta Pedro Costa la encontré cambiada, aunque sigue ubicada en el mismo lugar. No quise pensar en las razones de los cambios, ahora sólo cuenta con una única planta; entonces recordé: las veces anteriores que la visité a la entrada te recibía un estante con las novedades literarias y un bar-cafetería que ya no existe, además, tenía dos pisos a los que se subía por sus escaleras resguardadas por filas de libros. Pero de todas formas una librería sigue siendo una librería y superando mis evocaciones, ahora nostálgicas, busqué un libro que quería, escrito por Javier Marías, el cual afortunadamente lo tenían en existencia lo que compensó el impacto de los cambios sufridos en una de mis librerías favoritas.
Mis siguientes pasos me llevaron, guiado por un guiño cariñoso para Agustín Lara, al barrio de Lavapiés en donde me tomé un vinillo de Jerez, como dice su canción. Aquí me permito un breviario cultural sobre la plaza y su calle cuyo nombre siempre me ha intrigado; para ello me voy a referir a lo escrito en el libro titulado “Callejeando por Madrid” (publicado en 2019 por Editorial Círculo Rojo) cuyo autor, a quien conocí semanas antes, es Manuel G. Sanahuja. A continuación, lo cito con sus palabras: “En la antigüedad era una alameda en donde había unos viveros, y por donde descendían las aguas de unos arroyos que bañaban los troncos de los árboles, de ahí una primera hipótesis del nombre. Pero hay otras opiniones que dicen que cuando llovía, el agua inundaba la calle, por lo que mojaba los pies cuando se atravesaba. Y también hay algunas otras versiones que cuentan que como por aquí estaba la entrada a la ciudad, por el sur, los viajeros se lavaban los pies [para retirar] el polvo del camino al terminar los viajes”. Sin embargo, pienso yo, que en eso del origen de los nombres de las calles las leyendas muchas veces no coinciden. Existe otra versión en torno a una ablución, es decir, a un ritual supuestamente purificatorio. Nos comenta el autor que, como la calle de Lavapiés en esas épocas pertenecía al barrio judío, los cristianos después de caminar por ella purificaban sus pies, tras haber salido de la zona ‘impura’.

Cerrado este paréntesis cultural volvamos a nuestro recorrido. Como dicho aperitivo andaluz siempre abre el apetito, mi hambre me provocó encaminarme hacia la Plaza de Cascorro en busca de un lugar que por su solo nombre “invitaba a ir por él”, como se dice por allá. Llegué, a pesar de la molesta lluvia pertinaz que me sorprendió en el trayecto, pero la ligera mojada valió por mucho la pena al entrar a la vieja taberna, fundada en 1942, y que lleva por nombre el de su platillo principal: Los Caracoles.
Todavía guardo el recuerdo del sabor de aquel manjar que me sirvieron en un recipiente de barro lleno de caracoles guisados en una salsa espectacular y coronados –esa es la palabra exacta– con dos trozos de chorizo y un poco de callos. Llevé la cuenta de los veintiséis caracoles que comí porque iba contando los caparazones vacíos. Pero eso no fue lo único maravilloso que ocurrió en ese lugar, ya que al terminar de saborear esa delicia vino a mi mesa Amadeo, conocido popularmente como el Rey de los Caracoles y propietario del lugar. Con gracia madrileña y con toda lucidez, me compartió parte de la historia del sitio y de su vida como tabernero, la cual ha disfrutado por más de 80 años. De esa conversación tomé nota de una magnífica reflexión que comparto plenamente. Con una sonrisa en el rostro me dijo: “Mira, tío, la taberna es la universidad del mundo, los taberneros somos indispensables” y, después, al despedirse expresó orgulloso: “Hoy comiste los mejores caracoles que se cocinan en Madrid”. Con esas dos certezas me retiré de la Plaza de Cascorro 18, en el centro del barrio de Embajadores.
Sólo faltaba que por la noche Pau Costa cumpliera la promesa –que me hizo hace tiempo, cuando estuvo en mi casa en Cuernavaca– de invitarme a cenar cuando estuviera en Madrid, promesa que cumplió la noche de mi último día en España. Salimos de su casa como a las ocho de la noche acompañados de Úrsula con rumbo al corazón del barrio de Salamanca. El lugar seleccionado era nuevo para mí, se llama La Castela. ¡Waw, qué lugar! Esta taberna restaurante se asienta sobre una antigua taberna que llevaba el nombre de Bodega de Méntrida fundada en 1929 y refundada en 1989, conservando la arquitectura tradicional de las tabernas madrileñas, es decir, con su mostrador de estaño, vasares de estuco, espejos y mármoles”. Comimos de pie en la barra frente a su serpentín, un enfriador a la antigua usanza de donde “manan el vermú y la cerveza que han sido deleite de generaciones”. Pau sabía lo que había que pedir de comer, de entrada, una orden de mojama y después, para mi sorpresa al sólo escuchar su nombre, milhojas de ventresca que cuando nos lo sirvieron me di cuenta de que en realidad sí parece un postre, es como un pastelillo, una delicia al paladar; es único por la mezcla de sabores que resulta al combinar esa variedad de atún con las verduras y sus condimentos. Así fue la noche en aquella taberna, con tantos sabores y la entrañable compañía de mis amigos.
Luego me fui de España rumbo a París no sin antes, por la mañana del martes, ir a despedirme de mi amigo Paco, el camarero insigne del bar El Casal de Pepa, quien además de darme un abrazo cariñoso me puso, sin que yo lo pidiera, una ración de tortilla de patatas cocinada por él mismo.

Acompañado por los sabores de la amistad vivida en esos días abordé mi taxi para dirigirme al Aeropuerto Adolfo Suárez y de ahí a París.
Los invito a que me acompañen en las próximas Vagancias, ahora por el sur de este interminable país.
*Bailarín tropical, apasionado de viajes, bares y cantinas, que desea que estas Vagancias semanales sean una bocanada de oxígeno, un remanso divertido de la cotidianidad (elbiologony@gmail.com).
