

Una invitación al sur de España
(Segunda parte)

Queridos argonautas que me acompañan en este viaje por Andalucía, recuerden que en la Vagancia anterior Laura y yo nos quedamos admirando la vista que ofrecen las alturas de la cima donde hace siglos los árabes construyeron el Castillo de Gibralfaro.
Esa noche, después de las grandes emociones vividas, dormimos un poco ansiosos, como niños que esperan la llegada de los Reyes Magos porque al día siguiente teníamos entradas -compradas hacía meses desde México- para el Museo Picasso de Málaga.
La impresión que nos produjeron las 395 obras expuestas en el Museo Picasso, como ya confesé anteriormente, sólo podría expresarse en toda su extensión y profundidad con poesía, capacidad que yo no poseo, pero para suplirla se me ocurre -al recordar lo que vi en esas salas- compartir lo que un día escribió el propio Picasso y que se lee en una de las paredes del museo: “Yo no evoluciono, yo soy. En el arte no hay un pasado ni futuro. El arte que no está en el presente no será jamás”.
Ese día, después de la experiencia de disfrutar la obra de este pintor que, me atrevo a decir, llevaba y convivía en su interior con muchos pintores geniales, merecía una gran comida. El lugar ya había sido seleccionado, siguiendo la recomendación que por mensaje de voz nos hizo nuestra sobrina Estefi, conocedora de esos terrenos, pues lleva 12 años viviendo en uno de los pueblos blancos de Andalucía llamado Vejer de la Frontera. Su mensaje fue corto y claro: “Laura y Biologuito, tenéis que ir a El Tintero, lugar donde van a flipar”.

Todavía acompañados del aroma de las sensaciones excitantes que nos dejó la visita al museo, esa tarde nos dirigimos en taxi a la playa de El Palo en cuyas arenas se encuentra ese restaurante que, pensé ingenuamente, tenía nombre de papelería o de librería, sin imaginar la maravilla que es no sólo en lo culinario sino en la forma única que tienen de servir sus platos, que por sí misma merece esta crónica de lo que vivimos ahí, y donde las palabras de nuestra sobrina se cumplieron tal como pronosticó, es decir, flipamos, que en una traducción libre al castellano mexicano quiere decir que enloquecimos, alucinamos.
En las puertas de ese extenso lugar, rebosante de clientes y montado hace décadas sobre la playa, le pregunté a la persona de la entrada si habría lugar para dos personas y de inmediato contestó, esbozando una sonrisa: “Señor, aquí siempre hay dónde sentarse” y, amablemente, señaló una amplia mesa.
Apenas nos sentamos nos dimos cuenta del increíble lugar en el que estábamos al ver a un mesero que recorría las mesas cercanas a nosotros llevando sendos platos en las manos y pregonándolos, esa es la palabra exacta para describir lo que veíamos y escuchábamos, ya que los ofrecía casi cantando. Al mismo tiempo escuchábamos las voces de los otros camareros anunciando ese y otros diferentes platillos. El primero que se nos acercó cantaba “Paella, paella”, hicimos una señal afirmativa y, sin más, el trovador colocó el plato en nuestra mesa. De esa alucinante manera, siguiendo los pregones, comimos almejas, pulpo a las brasas, gambas, boquerones fritos; sin olvidar cuando se oyó otro pregón: “Sólo me quedan tres, sólo tres carabineros” y Laura levantó la mano al instante con sólo escuchar el nombre de ese delicioso y no muy común crustáceo que degustó una tarde, hace años, cuando estuvimos en Sevilla.
Pero la maravilla de este fantástico lugar no termina ahí, su historia es igualmente fascinante. El Tintero ha atendido a sus clientes durante tres generaciones. Antonio, su fundador, era un pescador que sabía que las artes de pesca, es decir, las redes y líneas eran fabricadas con hilos de algodón y necesitaban recubrirse para ser más resistentes y durables, así que Antonio, bisabuelo de la familia propietaria del restaurante, inventó cubrirlas con un tinte y estableció un pequeño negocio, un tintero donde se les aplicaba tinte a las redes y líneas, y al que acudían todos los pescadores a teñir sus artes de pesca. Sin embargo, la modernidad trajo consigo la fibra sintética que sustituyó los hilos de algodón y al sufrir ese duro golpe el tintero tuvo que cerrar. Fue entonces que el negocio cambió de giro y en el mismo lugar, sobre la arena de la playa, se montó un chiringuito que ofrecía comida del mar. Así nacieron El Tintero y su distintivo nombre.

Cuando pedimos la cuenta nos percatamos de otra antigua tradición que también nos sorprendió y la cual, desde su origen, nació por necesidad. Para cobrar el consumo, el camarero únicamente cuenta los platos vacíos sobre la mesa, suma y obtiene el total. Esta costumbre viene de cuando El Tintero comenzaba a crecer y la pareja dueña del pequeño negocio, es decir, los ancestros del actual propietario ya no se daban abasto para cobrar como era debido, así que decidieron contar solamente los platos que se hubieran servido y que, por lo mismo, no se recogían de las mesas. Sin embargo, según cuenta una anécdota que ya se ha vuelto leyenda, en el lugar debió llevarse a cabo una transformación y ahora el piso es de hormigón, en respuesta al comportamiento de los vivales (nunca faltan en ninguna parte), aquellos comensales a quienes se les ocurría enterrar en la arena algunos de los platos de lo consumido para evitar que fueran contabilizados y pagar menos. “Ahora eso es imposible”, comentó el camarero que nos atendía, sonriendo con los ojos más que con los labios y señalando el piso.
Mi despedida de Málaga fue ir a almorzar en el bar Café Merced 14, ubicado en la Plaza de la Merced, después de recorrer los dos pisos de la casa donde nació Picasso y cuyo uno de sus costados da a una calle que me recordó mi juventud, pues lleva por nombre San Juan de Letrán (anterior nombre de la actual avenida Lázaro Cárdenas en el centro de la Ciudad de México). Laura, mientras tanto, prefirió despedirse con una visita a la sede en Málaga del Centro Pompidou, una construcción cúbica multicolor que mira al mar.
Pero antes nos fuimos a despedir de Juanjo a quien le pedimos que nos preparara dos pitufos -esos bocadillos cuyo pan nos recordó el de los pambazos mexicanos- para comerlos en el tren que nos llevaría a Cádiz, no sin hacer una escala en Córdoba donde debíamos recoger una maleta y algunos ejemplares de mi libro “Andanzas” uno de los cuales me serviría para cumplir una promesa, historia con la que iniciará una nueva travesía por Andalucía en otra de nuestras próximas Vagancias. Hasta entonces.
*Bailarín tropical, apasionado de viajes, bares y cantinas que desea que estas Vagancias semanales sean una bocanada de oxígeno, un remanso divertido de la cotidianidad.

