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Del sur de Francia a Polonia, un viaje tabernario

 

En una larga conversación en su casa de Cuernavaca mi hermano Martín, conocido cariñosamente como Pino por la familia y sus amigos cercanos de juventud, hizo un viaje a los tiempos de cuando estudiaba el doctorado en el Institut du Génie Chimique de la Universidad de Toulouse, en Francia, para platicarnos sus travesías por algunos bistrós y otros lugares tabernarios de su vida de estudiante. En esos felices años descubrió no sólo su vocación por una rama central de la ingeniería química: el estudio y sobre todo la aplicación práctica de los procesos catalíticos, sino también y no menos importante un placer que lo ha acompañado desde entonces: su devoción por los vinos franceses. El gusto de saborear estos vinos refresca sus recuerdos y nos lleva a conocer pasajes, amores y amistades que describe con palabras de entusiasmo por lo vivido.

Toulouse, donde Pino estudiaba, tiene la ubicación perfecta para visitar lugares históricos del sur de Francia. Así caminó y recorrió Carcassonne, esa ciudad amurallada fundada en el año 880 d.C., donde pasó lista de presente en sus más antiguos bistrós -como llaman los franceses a los bares y tabernas-. A Albi, ciudad erigida por los romanos y que vio nacer a Henri de Toulouse Lautrec, llegó por razones amorosas mismas que lo llevaron a revivir otra de sus pasiones: el tenis. Esta es la forma en que mi hermano recuerda las visitas a esa región de Francia. Resulta que Pino se hizo novio de una estudiante muy guapa y chispeante que cursaba Letras en la universidad. Un buen día ella lo invitó a comer a casa de sus padres quienes vivían en Albi. A pesar del tiempo transcurrido tiene muy presente que fue recibido con mucha amabilidad y evoca dos situaciones, imposibles de olvidar, que se dieron en ese primer encuentro. La primera fue una satisfacción por parte de la mamá de su novia, que era una gran cocinera y lo agasajó con excelentes platillos. La segunda fue inesperada, ya que durante la sobremesa surgió el tema del “deporte blanco” y Martín comentó que ese era su deporte favorito y extrañaba jugarlo, pues en México lo había practicado durante años todos los fines de semana. Ese comentario produjo algo fantástico. A la semana siguiente volvió a ser invitado a la casa y la mamá de su novia le regaló una raqueta, un short y una playera marca Lacoste para que practicara el tenis, pero no sólo fue recibido con eso, sino que la familia lo había inscrito en un torneo regional de tenis. En ese momento de la charla interrumpí a mi hermano con un comentario y una carcajada: “No te hagas, Pino, esa señora te quería casar con su hija”.

Pero más que los partidos de tenis que jugó mientras recorría las pequeñas ciudades y poblados en donde se celebraban los torneos, para él había algo todavía mejor que lo deportivo y eran las increíbles comidas después de los juegos. Al término de las contiendas cada club local competía con los de los otros pueblos ofreciendo sus mejores platillos. En todas las ocasiones aparecían los delicados y únicos sabores de la cocina francesa; por supuesto, en la mesa no faltaban nunca los mejores vinos, que eran seleccionados por los anfitriones en otra competencia no dicha, pero existente. En esas tertulias en tierras galas mi hermano aprendió y desarrolló otra especialidad, con cada cata se fue convirtiendo en enólogo.

Sus travesías tabernarias lo llevaron a algunos lugares de los Pirineos y los bares de las pistas de esquí supieron de sus pasos. Pero en Toulouse, la ciudad donde vivía solía frecuentar un sitio donde se fraguó una aventura singular que nos comparte detalladamente y que en la conversación tituló “De Toulouse a Polonia, una borrachera organizada a mis espaldas”. Martín nos cuenta, sin trastabillar en su memoria, que cuando estudiaba el último año del doctorado iba muy a menudo a cenar a Le Moustic (El Mosquito) en la parte antigua de la ciudad. Para acceder a este sitio había que bajar muchos escalones, era como una catacumba cubierta por una preciosa bóveda de ladrillos rojos. En ese restaurante se servía solamente un platillo, pequeñas aves preparadas deliciosamente y llamadas por los franceses “le pintade” (conocidas por nosotros como “gallinitas de Guinea”), condimentadas con hierbas finas, especias y un toque de mantequilla, rostizadas al carbón al punto de estar perfectamente crujientes. Esa magnífica tasca francesa tenía dos cualidades que hicieron de mi hermano un cliente asiduo: el vino se ofrecía en grandes recipientes de vidrio de más de tres litros, así el parroquiano se servía a sus anchas, sin restricción alguna; y las aves crocantes se disponían en platones rebosantes de esa maravilla para el paladar, que se volvían a llenar tantas veces como fuera necesario, todo esto sin costo extra.

En una de esas cenas, durante la plática con sus compañeros comensales, se construyó una vagancia mayor. Sucede que se acercaban las vacaciones y un amigo de estudios le propuso ir un par de días a su tierra. Mi hermano, que nunca rechaza las aventuras y los viajes, y acompañado sobre todo por “los áureos consejos del vino” -como dijo alguna vez el gran poeta Antonio Machado- se entusiasmó con la idea. Al día siguiente fue en busca de los pasajes de avión para volar a Cracovia, Polonia, donde había nacido su amigo y compañero del doctorado, Richard Motichisky, quien lo estaba invitando.

Una de las muchas singularidades de Cracovia es que no escasean los bares. Los que Pino recuerda tenían la peculiaridad de encontrarse en los sótanos de los edificios. Recorrieron… ya no sabe cuántos de ellos, pero en todos probó la fantástica comida polaca: arenques, carne tártara y, por supuesto, el goulash. Como era natural, para acompañar esos platillos se bebía cerveza local y obviamente no faltaba el vodka que bebían todos los polacos. Al narrar esta travesía por los bares no pudo omitir lo que pasó la tarde siguiente, textualmente con una sonrisa en el rostro exclamó “¡Me engañaron! Yo tenía que tomar un tren que me llevara a Varsovia para de ahí tomar el avión de regreso a París”. Para su sorpresa, después de tres estaciones, cuando el tren se detuvo, ya lo esperaba otro amigo quien era cómplice, dicho literalmente, de la emboscada que habían preparado otros compañeros de escuela, también polacos. Sin dar mayores explicaciones Vlodek, su condiscípulo, lo hizo bajar del tren para ir a un bosque a pocos kilómetros donde se había organizado una fiesta para el amigo mexicano. El bosque de repente se volvió una gran cantina rodeada de abetos en la que no se dejó de disfrutar la bebida nacional. Por horas tomaron shots de vodka de diferentes graduaciones y sabores, es decir, caballitos, “como si fuera tequila”, bromeaban los polacos.

El efecto de estos brebajes lo hizo emborracharse a tal grado, recuerda vagamente, que entre nubes de ese destilado de grano sus amigos lograron de alguna manera que pusiera un pie en el avión. Ya en el asiento del aeroplano, mi hermano durmió durante todo el trayecto a su destino. A su llegada, él con una cruda homérica, fue recibido por sus padres que lo habían ido a visitar a Europa en ese lejano año de 1971 acompañados de su hijo, un futuro biólogo que por su juventud e inexperiencia en esos malestares no se dio cuenta de la cruda con la que cargaba su hermano Martín quien, no obstante, al ser festejado con abrazos intentaba sonreírle a su familia.

Desde entonces mi hermano Pino sigue fiel a sus afectos: la experimentación y la enseñanza de la ingeniería química, el tenis y, por supuesto, los sabores cálidos del vino.

*Bailarín tropical, apasionado de viajes, bares y cantinas, que desea que estas Vagancias semanales sean una bocanada de oxígeno, un remanso divertido de la cotidianidad. (elbiologony@gmail.com)

Jorge “El Biólogo” Hernández