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Las cantinas como centros de desarrollo académico

 

Esta historia fue contada por sus protagonistas, en ocasiones a dos voces. Otras veces se la escuché por separado a cada uno de ellos y todos le imprimieron su propio sabor, lo que le dio ese toque particular y divertido de la tradición oral.

El primer relato tiene que ver con un asunto académico cumplido de forma pausada y en lugares inspiradores. Dos compañeros de la facultad de Ciencias Políticas, que estudiaban en Ciudad Universitaria, decidieron -sabiamente- trabajar su tesis de licenciatura en sitios que quedaran entre la escuela y sus casas. Buscaron espacios más amables y divertidos que una biblioteca y, guiados por su espíritu que los iniciaba a cierta vagancia, llegaron a la conclusión de que la calidez de una cantina era el mejor ambiente para su trabajo.

Muchas cantinas de la Ciudad de México fueron escenario de grandes discusiones y deliberaciones sobre temas de importancia en el país. Uno de los dos fijaba el lugar de reunión, es decir, la cantina en turno, que casi nunca se repetía a fin de conocer recintos distintos y novedosos. Ahí se intercambiaban borradores, en sus mesas se asignaban tareas y se escuchaban propuestas de cómo organizar el texto final que presentarían a los sinodales, aunque en ciertos momentos preferían hacer honor a las palabras contundentes del poeta Luis Miguel Aguilar: “Entre escribir y tomarme un trago, prefiero tomarme un trago”.

En aquella época, a mediados de los años setenta, afortunadamente estos sagrados lugares podían encontrarse en todas partes. En cualquier colonia del Distrito Federal había una cantina, pero con mayor frecuencia se ubicaban en el centro de la ciudad, o en las colonias Roma, Obrera, Guerrero, incluso hacia el sur en Avenida Revolución por mencionar algunos de los barrios que frecuentaban por aquellos años estos dos estudiantes de Ciencias Políticas.

El resultado de dichos encuentros se reflejó en una tesis de once capítulos y uno se puede imaginar cuántas cantinas visitaron, cuántas copas y botanas se consumieron para al fin terminar un trabajo en torno a temas de mucha actualidad en aquellos años. La tesis se presentó con éxito y eso los convirtió, gracias a las grandes cantinas mexicanas, en licenciados en Sociología.

Es una desgracia que en los tiempos que corren esos lugares venturosos de reunión y convivencia estén en peligro de extinción, pues ya es muy difícil encontrar verdaderas cantinas en la Ciudad de México cuando en otras épocas se les veía florecer por todos sus rincones. Ni modo, jóvenes estudiantes de hoy, tendrán que regresar a sus bibliotecas silenciosas y ausentes de los aromas reconfortantes de los tragos y las botanas.

Otras crónicas nos llevan unos cuantos años atrás, en esa misma década de los años setenta, cuando un biólogo y bailarín tropical solía darse sus vueltas por donde se tocaba buena música. Los viernes este joven no se perdía la ida al Bar León en las calles de Brasil, en el centro del D.F., en donde podía disfrutar las clásicas canciones que tocaban e interpretaban Pablo y el Negro Peregrino, ambos parientes de Toña la Negra. Tampoco faltaba a uno de sus lugares favoritos por los rumbos de la colonia Doctores y que abría sus puertas en la esquina de Doctor Vértiz y García Diego, El Riviera. En el lugar no se permitía bailar, entonces no podía más que moverse en su silla al ritmo de El Cadete, interpretado por la flauta transversa de Saúl, o al escuchar la voz inconfundible de Moi Domínguez entonando La Blusa Azul.

Este pasante de la carrera de Biología también acudía a las cantinas con fines académicos. Estudiante y asiduo cliente de estos lugares, convenció no con muchos esfuerzos a sus tres sinodales de que la revisión de los avances de su tesis profesional se hiciera entre comidas cantineras. Las reuniones eran por separado con cada uno de los profesores para así tomar notas puntuales de todas sus sugerencias y por eso estos recorridos académicos llevaron a los sinodales a distintas cantinas, pero todas de gran tradición.

El itinerario fue programado de la siguiente manera: al doctor Granados, de origen colombiano y a quien le gustaba el picante se le propuso La Jalisciense, ubicada en Tlalpan, donde se preparaban unas deliciosas tortas de pierna horneada aderezadas con chipotles en vinagre hechos en casa. Para las reuniones con el doctor Medellín, que era especialista en fisiología animal, las citas eran en Avenida Revolución los jueves porque ese día en La Flor de Valencia la botana consistía en caracoles en adobo. El maestro en Ciencias, Carlos Juárez López, quien además era el director de la tesis, prefería ir los lunes a La Guadalupana de Coyoacán, en la calle de Caballo Calco, porque a principios de la semana se servía de botana un increíble mole de olla. Tales ambientes fueron de verdad propicios para mejorar los capítulos de la tesis de este bailarín tropical lo que le permitió recibirse de biólogo por la UNAM.

Y como en la Facultad de Ciencias todo se sabe, sobre todo en el gremio de los estudiosos de los seres vivos, resulta que tres postulantes a su examen profesional luego de recibirse invitaron a comer a uno de sus sinodales -sí, lo adivinaron, al ahora Jorge “El Biólogo” Hernández-. Cada uno seleccionó una cantina diferente, pues todo esto ocurrió en tiempos distintos pero que igualmente son recordados con cariño.

Obviamente, la propuesta fue irresistible sobre todo porque se sugería ir a lugares que se ubicaran en el barrio donde cada uno de ellos había vivido. El sureño, que se llamaba Jorge, propuso La Providencia en Avenida Revolución casi esquina con Avenida de La Paz para degustar su tradicional sopa de pollo y los sándwiches de carne tártara con angulas. El nuevo biólogo Germán González escogió los rumbos del Colegio Militar de la Avenida México-Tacuba. La cantina era la Casa Lara, fundada en 1917 en la calle de Lago Cuitzeo de la colonia Anáhuac, sin saber que a pocas cuadras de ahí había nacido su sinodal “El Biólogo” y bailarín Hernández. Manuel Martínez conocía a “El Biólogo” desde que estudiaban en la Preparatoria Número Uno y ahora que le había dirigido su tesis lo llevó a un viaje lejano hasta el lugar donde había nacido y en el que aún vivía en esa época, su pueblo de Tlalnepantla. Ahí buscó la cantina más antigua, La Toluquita, donde su sinodal probó la especialidad del lugar, los tacos de cabeza, los mejores que “El Biólogo” Hernández ha probado en su vida.

Como he confesado repetidamente, hace mucho tiempo dejé la biología, ya que eso no era lo mío, pero no así el gran placer de comer, tomar unas cervezas, conversar y escribir en las cantinas.

*Bailarín tropical, apasionado de viajes, bares y cantinas, que desea que estas Vagancias semanales sean una bocanada de oxígeno, un remanso divertido de la cotidianidad.

Jorge “El Biólogo” Hernández