

María Helena González*
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El domingo 6 de abril se inauguró en el Salón de la Plástica Mexicana (Colima 196, Colonia Roma, CDMX) una exposición dedicada a la revisión del trabajo de la Maestra Yolanda Quijano -nacida Ma. de la Luz Yolanda Pantoja y Fuentes-, creadora de una obra que se puede calificar a simple vista como lírica y refinada, aunque desvelando por capas cada una de sus creaciones podemos ir descubriendo influencias e intenciones.
A sus más de noventa años de edad, Yolanda mantiene viva la llama de sus reflexiones, profundamente rigurosas. No es casual que esta muestra tenga lugar en ese espacio que —vale la pena decirlo— sobrevive más por la insistencia de las y los artistas que lo nutren (y el prestigio de muchos que han pasado por sus instalaciones) que por algún respaldo institucional. Sin ir más lejos, ella ha sido una de las más activas integrantes de dicha asociación fundada en 1949. El Salón carece de recursos, su museografía es mínima y sigue sin recibir el apoyo indispensable del INBAL, como muchos museos y galerías del país.
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Originaria de Yucatán, Yolanda ha vivido en Cuernavaca casi toda su vida. Es morelense por decisión, por pertenencia afectiva y creativa. Aquí formó a su familia, varios de ellos artistas: Alejandro Quijano, quien es escultor, gestor cultural y curador y Adriano Silva Pantoja, que es pintor.

De quien fuera su segundo marido, Adriano Silva Castañeda tendríamos que hablar otro día porque su obra escultórica es absolutamente propositiva, fue un tallador en madera de gran finura que nos legó piezas de mediano y gran formato verdaderamente memorables.
Volviendo a doña Yolanda, hemos de señalar que su obra merece una revisión más exhaustiva, porque podríamos extendendernos hablando de sus técnicas y procedimientos, pero también del contenido simbólico de largo alcance del que se ocupa, que está lejos de etiquetas simplificadoras como el surrealismo, el realismo mágico, o la magia que dice ella debemos encontrar en todo suceso vital.
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Detengámonos un momento a mirar: los fondos de sus obras, por ejemplo, son ricos en degradados, ofrecen varias dimensiones de profundidad y una paleta cromática que va del terciopelo oscuro a los tonos iridiscentes, pasando por las transparencias de las técnicas de agua, o las opacidades de la pintura más pastosa. Sus pinceles le obedecen, su maestría técnica es poco común.

Por otro lado, hay que decir que su universo temático gira en torno a la figuración fantástica, con una iconografía habitada por cuerpos, rostros, máscaras, peces, espirales y geometrías flotantes que no obedecen a la lógica del sueño, sino a la de la imaginación lúcida. Sí, su universo es femenino, pero no es feminista, no reclama, no pelea, simplemente conoce el imaginario de quien vive entre los muros del hogar creando hijos, cocinando, pensando la vida. “A veces los pinceles crean con lágrimas”, comentó su hijo Alejandro durante la inauguración, aludiendo a la vida con su primer marido, su padre, pero esa dimensión íntima, profunda, que algunas obras cargan consigo es más jocosa que triste. Lejos del sentimentalismo, esta confesión recuerda lo que decía Georges Bataille: “el arte verdadero nace de un desbordamiento interior, una herida abierta se transforma en imagen”. También Octavio Paz escribió que “la creación poética es hija del asombro y del sufrimiento”, pero en esa línea, las pinturas de Quijano no buscan ensombrecer el mundo, sino habitarlo desde la emoción, a veces contenida, siempre auténtica.
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Quiero destacar que uno de los aspectos más notables de su trabajo es el uso del recurso de la variación, una estrategia plástica que ha sido empleada por grandes maestros. Quijano toma un tema y lo transforma desde múltiples ángulos, sin perder la cohesión interna. Un ejemplo es su conjunto de serigrafías intervenidas en la década de los 80: alrededor de cien piezas, todas distintas entre sí (en la muestra no está la serie completa, cosa que hubiera sido un gran acierto), aunque derivadas de una misma placa o impresión. Lo que en una pieza aparece como una mandolina en las manos de una mujer, en otra es un pez; lo que en una composición es un fondo de rombos, en otra son ritmos creados a base de líneas, líneas que en otras piezas ya son de otro color y por lo tanto crean otra atmósfera.
A la par de su obra pictórica, Yolanda Quijano produce cajas-objeto de un encanto singular. En la tradición de Joseph Cornell, pero con una voz propia, estas piezas tridimensionales combinan elementos poéticos, visuales y simbólicos: pequeñas arquitecturas íntimas, enigmáticas, seductoras. Son cofres de memoria y ficción, armados con retazos del pasado, muñecas antiguas, pequeños niños de rosca de reyes, un universo infantil en blanco que destaca el sentido de la elegancia y sugiere que el mundo de los objetos cuenta un sinfín de historias que hemos de descubrir.

Termino insistiendo en que Yolanda Quijano es una artista de procesos, de búsquedas, de capas. Su trabajo se aleja de las estridencias del mercado o del capricho de las modas, se ofrece como un acto de creación generosa y profunda. Merece una antología razonada, porque artistas como ella no abundan, y cuando florecen en silencio, hay que hacer el esfuerzo de escuchar. La muestra termina el 6 de mayo.
*helenagonzalezcultura@gmail.com
