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¡MENÉENLE A LOS DISCURSOS!

José N Iturriaga*

Cada año tiene lugar en Tepoztlán el Encuentro de Cocineras Tradicionales del Estado de Morelos y no me los pierdo. En alguno reciente, antes de que pudiéramos acceder a la degustación de las maravillas que allí se presentaron, debimos atender a la inauguración oficial del evento presidido por el secretario general de Gobierno, la secretaria de Turismo, el alcalde anfitrión y el principal organizador, Arturo Contreras, buen amigo y patrón del excelente hotel boutique de ese pueblo, Casa Fernanda. En los bellos jardines de Camohmila tuvo lugar el Encuentro y bajo una carpa se instalaron el foro y las sillas para la ceremonia. El público era abundante y en la primera fila me ubiqué, rodeado de las protagonistas de la ocasión: las cocineras de catorce municipios morelenses y dos invitadas de Puebla y Guerrero.

El maestro de ceremonias presentó al presídium y comenzaron los discursos. Yo estaba en una orilla de la fila y enseguida una de las artistas del fogón (cada uno de los dieciséis stands tenía, en efecto, un fogón de leña). La señora, vestida con un hermoso huipil, no paró de cuchichearme al oído, en plenas peroratas: “Ya que se apuren, tengo que ir a cuidar mis guisos”, “Hubiera empezado por darnos las gracias”, “Tengo que moverle a las cazuelas”, “Éste ya se alargó mucho, ya que le corte”, y así por el estilo otros comentarios aludiendo a los políticos y su gusto por la palabra hablada (por la escrita, son rarísimos). Yo no podía menos que coincidir con la claridosa dama. De pronto, se acercó una jovencita como agachándose para pasar desapercibida y tras de mí cruzó unas palabras con la señora; solo escuché lo que la cocinera contestó quedito a la muchacha: “Dile a Remigia que no se le olvide persignar las cazuelas antes de servir”. Me impresionó mucho. Sin quererlo, había sido testigo de una intimidad ritual, de seguro ancestral.

Antes de la inauguración, hice un concienzudo recorrido por todos los puestos de la muestra, leyendo en cada uno el pizarrón donde anunciaban los platillos que ofrecían y los letreros indicativos del municipio respectivo. Como era imposible probar todos los guisos (quizá unos setenta), quería primero tener un panorama general para después, llegado el momento, ir directo a los manjares seleccionados. Así lo hice en cuanto terminó el acto protocolario.

Me estaba deleitando con un pozole de trigo con molotes de Zacualpan, cuando llegó allí el grupo oficial; Arturo Contreras (quien había sido muy generoso conmigo en su discurso), me acercó al secretario de Gobierno y a la secretaria de Turismo, pidiéndome que hiciera el recorrido con ellos. Se lo agradecí mucho e hice como que me incorporaba al corrillo, pero en un minuto me escabullí (en la bola, de seguro que ni se notó). No era cosa de sacrificar mis placeres sibaritas, lentos e introspectivos, a favor de la cháchara social. Me dio gusto pensar que he llegado a una etapa de mi vida en la que solo hago estrictamente lo que quiero, sin necesidad de hacer concesiones (excepto cuando se trata de la familia, por supuesto, pero ello es parte de la satisfacción).

Ya desafanado (como dirían los jóvenes) de la comitiva, me dirigí al pozole de garbanzo con camarón seco y pollo, de Cuernavaca. Con éste y con el de trigo, recordé un ensayito que escribí sobre los pozoles en México, que repasa también los de frijol, los rojos del Bajío, los blancos del Altiplano, los verdes de Guerrero y el pozole seco de Colima, entre otros.

De Zacualpan probé el pipián con flores de zompantli, o sea de colorín, y el atole de amaranto. De Hueyapan unas rarísimas tortillas de chilacayote, como obleas de esa verdura, con sus semillas negras a la vista, secadas al sol y al momento de comerlas cocidas en comal; de allí mismo, un caldo de frijoles germinados (no de soya, sino frijoles “normales”). De Temixco había unos tlacoyos de chales, clásicos en todo Morelos -son esos asientos de carne que quedan en la manteca después de hacer las carnitas -; lo singular era que los servían con salsa picante de ciruela, una frutita más pequeña que la ciruela criolla de hueso grande, mas de la misma familia. La cocinera de Totolapan trajo tamales de vísceras de guajolote, sobre todo las tripitas, guisadas con cebolla, epazote y chile de árbol. Es un tamal sin masa que, de gallina, también se vendía afuera de las pulquerías de Xochimilco y Milpa Alta.

El estado de Guerrero se hizo presente con una camagua, caldo de frijol con elote, y un chilpatli, especie de esquites con flor de calabaza y queso. Puebla hizo lo propio con unos alverjones (o chícharos secos) con nopal y un michmole: un mole amarillo de chile manzano con ajonjolí y trozos de pescado seco.

De lo que más me gustó fue el “atole simple” de Temoac y el chile ancho relleno de Tepoztlán. El atole es neutro, solo de maíz blanco sin azúcar ni sal, y el secreto es cómo se condimenta (lo cual mucho rememora al pozol chiapaneco): puede combinarse con una salsa de cacahuate llamada cacahuamole, un puñito de cacahuates y sal, quedando una maravilla de bebida exótica y exquisita; o bien con calabaza en dulce, que preparan con piloncillo y canela. Por su parte, el chile ancho va cocido y relleno de un picadillo de res, con frutas que lo endulzan y chícharos, bañado con un vinagre dulce de piloncillo, ¡genial!

*Historiador y economista.

Los Encuentros de Cocineras Tradicionales del estado de Morelos, en Tepoztlán.

 

¡MENÉENLE A LOS DISCURSOS!

José N Iturriaga*

Cada año tiene lugar en Tepoztlán el Encuentro de Cocineras Tradicionales del Estado de Morelos y no me los pierdo. En alguno reciente, antes de que pudiéramos acceder a la degustación de las maravillas que allí se presentaron, debimos atender a la inauguración oficial del evento presidido por el secretario general de Gobierno, la secretaria de Turismo, el alcalde anfitrión y el principal organizador, Arturo Contreras, buen amigo y patrón del excelente hotel boutique de ese pueblo, Casa Fernanda. En los bellos jardines de Camohmila tuvo lugar el Encuentro y bajo una carpa se instalaron el foro y las sillas para la ceremonia. El público era abundante y en la primera fila me ubiqué, rodeado de las protagonistas de la ocasión: las cocineras de catorce municipios morelenses y dos invitadas de Puebla y Guerrero.

El maestro de ceremonias presentó al presídium y comenzaron los discursos. Yo estaba en una orilla de la fila y enseguida una de las artistas del fogón (cada uno de los dieciséis stands tenía, en efecto, un fogón de leña). La señora, vestida con un hermoso huipil, no paró de cuchichearme al oído, en plenas peroratas: “Ya que se apuren, tengo que ir a cuidar mis guisos”, “Hubiera empezado por darnos las gracias”, “Tengo que moverle a las cazuelas”, “Éste ya se alargó mucho, ya que le corte”, y así por el estilo otros comentarios aludiendo a los políticos y su gusto por la palabra hablada (por la escrita, son rarísimos). Yo no podía menos que coincidir con la claridosa dama. De pronto, se acercó una jovencita como agachándose para pasar desapercibida y tras de mí cruzó unas palabras con la señora; solo escuché lo que la cocinera contestó quedito a la muchacha: “Dile a Remigia que no se le olvide persignar las cazuelas antes de servir”. Me impresionó mucho. Sin quererlo, había sido testigo de una intimidad ritual, de seguro ancestral.

Antes de la inauguración, hice un concienzudo recorrido por todos los puestos de la muestra, leyendo en cada uno el pizarrón donde anunciaban los platillos que ofrecían y los letreros indicativos del municipio respectivo. Como era imposible probar todos los guisos (quizá unos setenta), quería primero tener un panorama general para después, llegado el momento, ir directo a los manjares seleccionados. Así lo hice en cuanto terminó el acto protocolario.

Me estaba deleitando con un pozole de trigo con molotes de Zacualpan, cuando llegó allí el grupo oficial; Arturo Contreras (quien había sido muy generoso conmigo en su discurso), me acercó al secretario de Gobierno y a la secretaria de Turismo, pidiéndome que hiciera el recorrido con ellos. Se lo agradecí mucho e hice como que me incorporaba al corrillo, pero en un minuto me escabullí (en la bola, de seguro que ni se notó). No era cosa de sacrificar mis placeres sibaritas, lentos e introspectivos, a favor de la cháchara social. Me dio gusto pensar que he llegado a una etapa de mi vida en la que solo hago estrictamente lo que quiero, sin necesidad de hacer concesiones (excepto cuando se trata de la familia, por supuesto, pero ello es parte de la satisfacción).

Ya desafanado (como dirían los jóvenes) de la comitiva, me dirigí al pozole de garbanzo con camarón seco y pollo, de Cuernavaca. Con éste y con el de trigo, recordé un ensayito que escribí sobre los pozoles en México, que repasa también los de frijol, los rojos del Bajío, los blancos del Altiplano, los verdes de Guerrero y el pozole seco de Colima, entre otros.

De Zacualpan probé el pipián con flores de zompantli, o sea de colorín, y el atole de amaranto. De Hueyapan unas rarísimas tortillas de chilacayote, como obleas de esa verdura, con sus semillas negras a la vista, secadas al sol y al momento de comerlas cocidas en comal; de allí mismo, un caldo de frijoles germinados (no de soya, sino frijoles “normales”). De Temixco había unos tlacoyos de chales, clásicos en todo Morelos -son esos asientos de carne que quedan en la manteca después de hacer las carnitas -; lo singular era que los servían con salsa picante de ciruela, una frutita más pequeña que la ciruela criolla de hueso grande, mas de la misma familia. La cocinera de Totolapan trajo tamales de vísceras de guajolote, sobre todo las tripitas, guisadas con cebolla, epazote y chile de árbol. Es un tamal sin masa que, de gallina, también se vendía afuera de las pulquerías de Xochimilco y Milpa Alta.

El estado de Guerrero se hizo presente con una camagua, caldo de frijol con elote, y un chilpatli, especie de esquites con flor de calabaza y queso. Puebla hizo lo propio con unos alverjones (o chícharos secos) con nopal y un michmole: un mole amarillo de chile manzano con ajonjolí y trozos de pescado seco.

De lo que más me gustó fue el “atole simple” de Temoac y el chile ancho relleno de Tepoztlán. El atole es neutro, solo de maíz blanco sin azúcar ni sal, y el secreto es cómo se condimenta (lo cual mucho rememora al pozol chiapaneco): puede combinarse con una salsa de cacahuate llamada cacahuamole, un puñito de cacahuates y sal, quedando una maravilla de bebida exótica y exquisita; o bien con calabaza en dulce, que preparan con piloncillo y canela. Por su parte, el chile ancho va cocido y relleno de un picadillo de res, con frutas que lo endulzan y chícharos, bañado con un vinagre dulce de piloncillo, ¡genial!

*Historiador y economista.

Los Encuentros de Cocineras Tradicionales del estado de Morelos, en Tepoztlán.

La Jornada Morelos