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Escriben:

Oralba Castillo Nájera

Gonzalo Celorio

Aída Espinosa y Lara

Felipe Garrido

Víctor Manuel Lara Espinosa

Germán Muñoz

Vicente Quirarte


Hernán Lara Zavala, escritor de raíces y sombras largas

Germán R. Muñoz G.

En lugar de retratarlo con fechas, cátedras o premios, Hernán Lara Zavala podría describirse mejor por las geografías que cruzan sus ficciones: selvas que se abren como heridas, haciendas devoradas por el tiempo, pueblos cuya historia fue borrada por decreto. Su literatura no nace del centro —ese centro político llamado México o literario llamado Europa, Inglaterra para ser más exactos— sino de la orilla, de los márgenes: de su Península, de sus fracturas, de su alfabeto de olvidos.

Nació en la Ciudad de México en 1946, pero sus raíces se extienden más lejanas en el tiempo y en la geografía, hacia el sur como raíces de ceiba: Yucatán, Campeche, el mayab que lleva en la sangre, a la España de la que nunca renegó y a Inglaterra que le dictó su forma de acercarse a ese bálsamo que para él era la literatura.

Fue profesor, editor, promotor cultural, traductor; pero fue, ante todo, un narrador de sombras largas, de esas que cobijan generaciones, que sugieren esquinas remotas. En su obra se cruzan la memoria familiar y la violencia histórica, la fábula íntima y la cartografía social. Como si las letras inglesas que estudió en Iowa le hubieran enseñado a mirar su tierra como se mira el corazón de las tinieblas: con belleza, pero sin indulgencia y no por frialdad sino por justicia y ética, cosas que no suelen ir de la mano con el romanticismo o el folclorismo.

“Cuando yo empecé a escribir a los 20 años, estaba de moda la literatura de “La Onda”, que era aquella de los jóvenes de la Ciudad de México, que era un poco el rock, las drogas, la revolución sexual, todo estaba a flor de piel. Realmente el escritor que mejor la manejó fue José Agustín; él y Gustavo Sainz hicieron una indagación de la Ciudad de México de los años 50s y 60s, muy interesante. Yo también crecí en la Colonia del Valle, yo también tenía ciertos intereses para encontrar mi tema. Yo estudié Letras Inglesas y tuve una formación interesante por ver a los escritores ingleses en cómo eligen sus temas. Es una de esas cosas que tuve que ponerme a pensar.”

“Mi padre es de Hopelchén, Campeche. Mi madre era de Mérida. Cuando se casaron se fueron a vivir a México y yo nací ahí. Por la formación, para no despegarnos de la familia, yo visitaba mucho estas ciudades en la infancia. Yo muy específicamente he elegido tratar de ubicar a la península de Yucatán en la literatura mexicana pero no ya como la tierra del faisán y del venado, de la trova. No. El Yucatán más real. Entonces el libro que escribí primero es un libro de cuentos intercalados, le puse De Zitilchén. Lo primero que yo descubrí de niño, es la configuración racial de Yucatán. Todo esto me inspiró para decir, ‘tengo que buscar un tema que me interese, que conozca de primera mano’, y el hecho de que yo no quería incursionar en la literatura de La Onda, pues había mucha gente tratando de hacer eso.”

“Así, me inspiré en autores ingleses y otros americanos como William Faulkner. Tenía una frase muy hermosa que decía: “Voy a tratar de un lugar tan pequeño como una estampilla pero tan valioso como una mina de oro”. Todos los temas son válidos. Me molestaba que cuando saqué mi primer libro le llamaran de provincia o indigenista. Yo tenía la ambición de poner en el mapa literario la Península de Yucatán, pero sin la parte romántica. Pero vamos a poner las cosas como fueron.”

Más que un cronista de la Península, fue un traductor del alma peninsular: sus novelas no buscan retratar un paisaje exótico, sino escarbar en el subsuelo donde conviven la culpa, el silencio y una rara dignidad ancestral. En Península, península y El penúltimo sol, el tiempo no es lineal, sino circular: como el de las danzas rituales, como el de las historias que se repiten o porque nadie quiere escucharlas o porque es demasiado importante lo que tienen qué decir y el mensaje debe quedar claro.

Lara Zavala supo que la literatura no consuela, pero puede dignificar. Y que los muertos —los que narran desde las páginas, los que aún no han sido enterrados por la historia— también merecen una voz antes de que las confunda el tiempo o la rutina.

“Admiro a los héroes de la resistencia indígena y su derecho a la descolonización y a la libertad, así como a los pobladores de origen hispano que fincaron ahí sus mentes y supieron aceptar como suyo a ese ‘país que no se parece a otro’ de tierras inhóspitas, cielos candentes y paisaje misterioso, en donde han ocurrido muchas más cosas de las que los seres humanos nos hemos atrevido siquiera a imaginar.”

Hernán Lara Zavala, amigo de sus amigos, un escritor fuera del común en nuestro país, autor de una sólida obra que ya le reserva su lugar en las letras mexicanas, también fue una persona agradecida y leal, a su alma mater, la Universidad Nacional Autónoma de México, le dedicó gran parte de su vida y desde ahí fue maestro de escritores y académicos, y de ella egresó con dos carreras que forjaron su carácter: la Ingeniería – “de la Facultad de Ingeniería aprendí mucho: principalmente el auténtico e innegable rigor de las disciplinas científicas, el trabajo y esfuerzo de concentrarse (donde uno se pierde en el campo de la abstracción y el tiempo transcurre inadvertido) la importancia de tratar de comprender a fondo cualquier problema por irresoluble que parezca y la idea de que es mediante la reflexión, el ensayo y el error, la inducción y la deducción, donde se adquiere la capacidad para resolverlos- y las Letras que le abrieron el camino a encontrarse consigo mismo y las generaciones que le dieron vida –“gracias a las letras logré encontrar finalmente mi destino. Bien o mal la meta que me había propuesto no era tan sencilla: ¡no era sólo dedicarme a las letras sino convertirme en escritor!”.

Y lo logró con creces.

Imagen: UNAM


Mi amigo Hernán*

Gonzalo Celorio

En los idus de marzo de este año 2025 murió mi amigo Hernán Lara Zavala. Las “cuchilladas” que acabaron con su vida acaso fueron peores que las que recibió Julio César en las escalinatas del pórtico del Teatro de Pompeyo en el año 44 antes de nuestra era, también en los idus de marzo.

Con puntualidad inglesa para llegar, pero también, cosa muy rara en México, para retirarse, en los últimos años Hernán vino a visitarme a mi casa, que está a dos escasas cuadras de la suya, las tardes de todos los domingos.

Tras la pandemia, mi salud había sufrido una sucesión de enfermedades (un cáncer en las cuerdas vocales; una neuropatía severa, irreversible y progresiva en las cuatro extremidades; una cirugía de columna lumbar, y un COVID despiadado) que me impedían corresponder, con la reciprocidad que había pautado nuestra amistad desde medio siglo atrás, a nuestros frecuentes encuentros en muy diversos lugares.

En esas visitas dominicales que se volvieron felizmente rutinarias, Hernán y yo íbamos, como él solía decir, de bayo a caballo. Yo apenas podía hablar tras la extirpación del carcinoma en la garganta, pero aun así hablábamos. Y cada vez más porque paulatinamente fui recuperando la voz, aunque nunca volví a emitirla como antes de la operación. Hablábamos de todo y sin orden, por mera asociación de ideas, al grado de que ya no sabíamos cuáles eran las digresiones y cuál el discurso central ni cuándo había que cerrar el paréntesis ni en qué momento de nuestra arborescencia verbal volveríamos al tronco, si es que recordábamos que había habido un tronco primigenio en nuestros temas de siempre: la literatura y la vida literaria, la universidad, nuestros escritores, nuestros amigos, nuestros mentores, nuestros alumnos, nuestras lecturas recientes y nuestras relecturas. Hablábamos también de cuestiones personales, claro: de la familia, el matrimonio, los hijos, la ineludible vejez, la vocación, la historia compartida, que suscitaba un montonal de recuerdos, por lo general gratos y felices, de todo lo que habíamos hecho juntos: viajes, proyectos, trabajos, experiencias, relaciones literarias… De todo. Creo que entre nosotros no había ningún tema prohibido o secreto, pero siempre guardamos discreción en los asuntos de la intimidad. Nunca hablamos de sexualidad ni de dinero y despreciábamos a quienes presumían de sus aventuras amorosas o de sus posesiones pecuniarias. Su extremada anglofilia me recordaba la consideración de Borges a propósito de los ingleses, que, según el escritor argentino, empiezan por evitar la confesión y acaban por omitir el diálogo. En rigor, semejante aserto no podría aplicarse a nuestro caso porque, si bien éramos respetuosos de las tácitas fronteras de nuestra intimidad, el diálogo nunca cesó. Prefirió ser repetitivo antes que impertinente y omiso antes que vulgar, lo que no limitaba que de vez en cuando, salieran de nuestras bocas inusitadas expresiones malsonantes que procedían de nuestra común educación masculina.

Ejemplo de la discreción de nuestra amistad fue la urbanidad que observamos en nuestra relación de vecindad. Yo me mudé a vivir a San Nicolás Totolapan en enero de 1994 en buena medida porque ahí, a dos mínimas cuadras de mi nueva casa, vivía Hernán. Desde la terraza de mi estudio alcanzo a ver la copa de un árbol que crece en su jardín. Pero durante los más de treinta años de vecindad, nunca nos visitamos sin cita previa ni nos pedimos favores domésticos. Ni unos limones o una botella de whisky, ni una llave inglesa o unos cables para pasar energía eléctrica de uno a otro coche, y eso que vivíamos muy retirados de la civilización. Nuestras casas se ubican en el extremo surponiente de la Ciudad de México, en los linderos del campo y la urbe.

Tampoco hablábamos de enfermedades. O por mejor decir, él no hablaba de enfermedades, aunque sí escuchaba con atención y paciencia los descalabros que yo había sufrido últimamente y que habían generado precisamente sus visitas dominicales: la evidente debilidad de mi voz y las dificultades de mi marcha. Una de esas tardes, sin embargo, Hernán me hizo una confesión que rebasaba por unos milímetros la reserva acostumbrada. Más abochornado que temeroso, me dijo que hacía poco había sufrido un desvanecimiento. Esa fue la escogida palabra que usó, desvanecimiento, seguramente de manera eufemística, para referirse a una repentina y pasajera pérdida de la conciencia. Me contó que hacía poco tiempo, una tarde después de comer, se había quedado dormitando en el sillón de su sala y que de pronto “se fue” por unos segundos. Él no le dio entonces mayor importancia, pero en algún domingo posterior ya no hablaba en singular sino en plural, desvanecimientos. Trataba de restarles significación y quería asegurarse de que yo no pensara que tales percances podrían estar vinculados al consumo de alcohol. Fue entonces cuando le aconsejé (si es que se le podía aconsejar algo a Hernán: nunca lo hice más que en las poquísimas ocasiones en que él me pidió opinión sobre algún asunto en particular) que fuera a ver a un especialista. Él me aseguró que contaba con el respaldo de Bruno Estañol, un escritor amigo suyo, cuya formación profesional era la neurofisiología, especialidad que ejercía al tiempo que proseguía en sus afanes literarios. Hernán no volvió a sacar a relucir el tema ni yo a repetir la manifestación de mi temor. Pero sé que ambos quedamos preocupados por la irrupción inesperada de esos desvanecimientos.

*Agradecemos a Gonzalo Celorio el adelanto de este texto, que formará parte de un libro “de largo aliento”, que pronto tendremos en nuestras manos, para fortuna nuestra.

Imagen: Cortesía


Para comenzar a leer a Hernán Lara Zavala

Felipe Garrido

[…] No soy famoso. Ya no soy joven. Vean ustedes, soy un escritor tuerto con un parche en el ojo que observa la vida con doble intensidad y en el límite de la locura. Pero tampoco soy un loco, y se imaginarán que no escribo esto para jugar a las muñecas. Desde mi nacimiento me he sabido artista, un artista por quien transitan por igual el dolor y el placer, la vida y la muerte…

Así se presenta –se seguirá presentando, con quienes seguiremos regresando a sus renglones y con cada nuevo lector, porque los seguirá teniendo, cada vez más, me parece—Hernán Lara Zavala en “Muñecas rotas” uno de sus cuentos que más me gustan.

Hernán publicó más de setenta libros –seis o siete de ellos colectivos–, creo, y las brevísimas líneas que ahora escribo son para animar a quienes no lo conocen a leerlo; no se arrepentirán.

Propongo tres libros para iniciarse en el trato con Lara Zavala. Una novela, Península, península, que se ocupa de lo sucedido en la Guerra de Castas, al tiempo que el estado de Yucatán buscaba lograr su independencia y el rejuego simultáneo de otros intereses políticos terminaría por dividir la península en tres estados: Quintana Roo, Campeche y Yucatán.

La prisión del amor y otros ensayos narrativos es un paseo, bajo la guía de Hernán, tan erudita como seductora, por la obra de Joyce, Malcolm Lowry, F. Scott Fitzgerald, Orwell, Huxley, Wilde, Faulkner, Hemingway, Stevenson y Proust. Lara Zavala se ocupa de las obras de estos autores por separado, al tiempo que consigue establecer una red de vasos comunicantes entre sus intereses, sus predilecciones, sus manías.

El guante negro y otros cuentos, reúne doce de los mejores relatos breves de Hernán Lara Zavala. Entre ellos “El guante negro”, “Arte garañón”, “Oblación”, “La escritura en la pared” … También el que mencioné al principio, “Muñecas rotas”.

De este cuento, en 2002, ocho años antes de que Alfaguara publicara la antología, Ediciones del Ermitaño hizo una curiosa edición que lleva 24 fotografías –una de ellas acompaña estas líneas– en las cuales la actriz Leda Rendón y Hernán Lara Zavala encarnaron a los personajes del cuento. Ese librito es una joya bibliográfica, por su diseño y porque se imprimieron únicamente cien ejemplares.


Mi amigo Hernán

Vicente Quirarte

No volveré a escuchar su voz inconfundible, por más que la lectura de su obra la evoque continuamente: De Zitlchén, Península, península y Macho viejo, para sólo citar sus obras que prefiero. No volveré a gozar de su risa espontánea y generosa. No volveré a mirar su rostro aguileño que me hacía nombrar a su hijo, tan parecido a él, El Halconcito. Nunca fuimos compadres oficialmente pero yo sigo llamando ahijado a su hijo Víctor Manuel, porque fue la voluntad de Aída y Hernán que así fuera.

De acuerdo con Gonzalo Celorio, hermano del alma de nuestro Hernán, el texto que leyó sobre mí fue el último que escribió antes de su internamiento en el hospital. Por eso me permito citarlo fragmentariamente, pues contribuye a explicar las circunstancias de nuestro primer encuentro y para escuchar su voz: A Vicente lo conocí gracias a su hermano Ignacio, que fue mi alumno cuando yo impartía el curso de literatura norteamericana del siglo XIX en la Facultad de Filosofía y Letras. Cuando Ignacio me entregó su trabajo final sobre Moby Dick, una admiración que compartían Vicente y su hermano, me sorprendió por lo bien escrito y hasta dudé de su autoría, ya que Ignacio poseía un carácter tímido y silencioso, aunque afable. Le hice una réplica y salió tan bien librado que le ofrecí mis disculpas por haber dudado en su trabajo. Poco después conocí a la esposa de Ignacio, Ana Rosa Jiménez, que también fue mi alumna, y en una conversación informal me preguntó si yo conocía a Vicente, su cuñado. Le dije que no. “Pero debes conocerlo -me contestó-, aunque todavía es muy joven ya es un reconocido poeta¨. Un poco después, gracias a Marco Antonio Campos, que a la sazón dirigía un programa literario en Radio UNAM, tuve la oportunidad de encontrarme con el poeta.”

Cuando mi hermano Ignacio murió, uno de mis primeros impulsos fue llamar a Hernán por teléfono a Inglaterra para decirle que su alumno ya no estaba con nosotros. Fue un enorme consuelo escuchar su voz dándome aliento. A su regreso me regaló una antología del ensayo inglés y me indicó en qué orden debía leerlo. Me apresuro a volver a hacer mi tarea pues es una manera de comulgar con él.

No volveré a gozar de su presencia pero sí nos queda su ejemplo de entereza y voluntad ante las adversidades. Cada vez que me enfrento con un problema me pregunto qué haría Hernán en este caso, y todo fluye mejor. Hernán tenía una cualidad poco frecuente en nuestra pequeña república letrada: no tenía enemigos y siempre buscaba una solución salomónica. Cuando ocupó la Dirección General de Publicaciones, me hizo el servicio de cubrir los derechos económicos que correspondían a mi padre cuando cuando preparó la edición de las obras selectas de Francisco Alonso de Bulnes. Hernán fundó, entre otras cosas, la colección Pequeños Grandes Ensayos donde me invitó a escribir el prólogo a las Cartas a un joven poeta de Rainer María Rilke y los Consejos a los jóvenes literatos de Charles Baudelaire, poetas fundamentales cuya influencia crece a través de los años. Hernán tuvo la brillante idea de expandir las fronteras del género denominado ensayo y de incorporar a la colección lo mejor de los textos escritos en lengua española y extranjera y uno de sus hallazgos fue dedicar su número inicial a los Apuntes para mis hijos de Benito Juárez.

Antes dije que Hernán no tenía enemigos. Me corrijo: yo envidiaba su sentido de la justicia, su firme prudencia, su galanura, pero mi cariño hacia él era mayor que las mezquindades que nos separan de nuestros semejantes. Brody, me decía de manera espontánea y fraternal y fue mi hermano mayor en toda la extensión de la palabra. Sin decírmelo, sustituía a Ignacio y siempre me sentí protegido por él. Por todo eso, brindo en su nombre y hago mío, como antes lo hizo Gonzalo Celorio, la elegía que Miguel Hernández dedicó a Ramón Sijé “con quien tanto quería.”

Vicente Quirarte, Gonzalo Celorio y Hernán Lara. Foto: Cortesía


Hernán Lara Zavala, maestro y amigo

Oralba Castillo Nájera

Hablar de Hernán Lara Zavala duele, poco a poquito vamos aceptando no verlo más, no levantar la copa para brindar, no escuchar su voz suave para platicar, no contar con el maestro con quien aprender literatura, no tener a la mano al amigo para compartir la vida, esa, menudita, que hace falta cotidianamente.

Lo conocí en una presentación de un libro colectivo “Sin permiso”, donde escribí dos cuentos. Llegó con José Agustín y Rafael Ramírez Heredia a Coyoacán. Recuerdo que fue el único que se atrevió a decir que el libro era un mal ensayo de literatura hecho por mujeres a las que les faltaba mucho para escribir bien. Al terminar el evento, salí tras él. No se quedó a las copas y aplausos de familiares y amigos que halagaban nuestro intento primero de ser escritoras. Lo alcancé en la calle –Maestro –le dije, quiero aprender a escribir. Se rio y así comenzó una historia de letras y amistad.

Cuando trabajaba en el Fomento Editorial de la UNAM, me lo cruzaba cuando iba a visitar al maestro Alberto Híjar que ocupaba el mismo espacio. Siempre amable, dulce, interesado en escuchar mis pequeños avances en literatura.

En 2000, publiqué el libro “Colegio Williams, cien años de historia”, que se presentó en el mismísimo Palacio de Bellas Artes, una pléyade de artistas e intelectuales acudieron a la invitación del prestigiado colegio. Hernán fue el único que había leído el libro, él no “guitarreó” sino que hizo una intervención profunda. Dijo que era uno de los primeros libros que hablaban de la educación privada.

Se lo agradecí en el alma, pues me costó escribirlo cuatro años, y me siento orgullosa de él. Hernán me invitó a comer y alabó mi trabajo, pero sobre todo nos reímos y compartimos una tarde de vino y platica sabrosa. Pasaron los años y le llamé para que me guiara en la escritura de la novela “La revolución en tacones”, en la cual él escribió el prólogo y el epílogo, pues se entusiasmó con la historia que siempre alentó. Tengo, como tesoro, una de las últimas correcciones, en donde su letra acompaña cada párrafo dándome ideas, instrucciones sobre lo escrito. Un trabajo invaluable y profesional de un escritor de su talla y vuelos. Me acompañó a presentar el libro en el Museo del Estanquillo, su presencia y palabras fueron invaluables.

Pasaron los años y nos hablábamos de vez en vez para saber cómo estábamos en la vida cotidiana, esa que es valiosa e irrepetible.

En 2023 la Sociedad de los Escritores de Morelos, en su evento “Letras en Vivo”, invitó a Hernán Lara Zavala quien dictó una magistral conferencia sobre la poética de “Bajo el volcán”. La sala en la Casona Spencer se llenó. No era para menos, Hernán fue un conocedor y defensor de la obra magna de Malcolm Lowry, él junto con John Spencer lucharon para que la casa ubicada en Humboldt, hoy Hotel Bajo el volcán, no fuera derribada y convertida en un estacionamiento, se trata de la emblemática casa de la torre que forma parte de la novela “Bajo el volcán”, siendo la casa de Jackes Luruelle, y torre en la cual Lowry recibió la noticia de que su novela era aceptada, tanto en Estados Unidos como en Londres. Torre icónica que los miembros de la Fundación Lowry recorren con admiración y evocación cada 2 de noviembre, en honor del gran escritor inglés, que Hernán amaba. Su esposa y compañera de vida Aida Espinoza Meléndez, tradujo la biografía de Gordon Bowker, “Perseguido por los demonios. Vida de Malcolm Lowry”, obra fundamental para los adictos a la obra y vida del escritor inglés.

Hernán vivió en Cuernavaca, lugar que le encantaba y al cual regresó después de su participación en el evento de la Sociedad de Escritores de Morelos. Fue esta la última vez que lo vi junto con Aida en el restaurante Pastis Bistro, en donde tomamos varios mezcales y reanudamos las pláticas de siempre.

Cuando se publicó su novela “El último carnaval”, hablé con Hernán y Aída, interesados en que se presentara en Cuernavaca. En eso estábamos cuando sucedió el accidente, su caída sobre un librero, que le golpeó brutalmente la cabeza. Golpe del cual no se repuso, y que lo llevo a la muerte el 15 de marzo. Me enteré de su fallecimiento gracias a su esposa Aida, que tuvo la consideración de abrir un chat con los amigos de Hernán donde nos daba noticias de su situación delicada, hasta llegar al día en que murió.

Son muchas las voces y plumas que han dado la despedida a Hernán Lara Zavala, es mucha la tristeza acumulada, es aún difícil pensar que no está. Valgan estas líneas para despedir al amigo y maestro insustituible. También valgan para abrazar a la mujer de su vida Aída y sus hijos. Cuernavaca lo recuerda con admiración, consternación y tristeza. Yo lo guardo en el rincón a donde van las personas que ya no están, pero que siguen presentes. Soy una afortunada por haber gozado de su caballerosidad y amistad. Descansa en paz querido maestro y gran amigo.

Foto: Cortesía


La casa del escritor

Víctor Manuel Lara Espinosa

Muchos han escrito sobre la vida y obra de mi padre: Carlos Fuentes, Mónica Lavin, José Antonio Lugo, Ángeles González Gamio y Álvaro Ruíz Abreu, por mencionar algunos, para expresar elogio y admiración por su trabajo ¿Qué agrego que no hayan dicho ya figuras con esa talla en cultura y experiencia? Me gustaría creer que yo, que comía con él cuatro o cinco veces por semana durante los últimos años de su vida, pueda aportar una visión única y personal de quién es Hernán Lara Zavala.

Juan Villoro dice que hubiera sido lógico encontrar a mi papá en el siglo XVI. Si lo dice un hombre 10 años menor que él, imaginen cómo lo veía yo, 47 años más joven. Él para mí no pertenecía al Siglo de Oro, sino al Medievo. La brecha generacional entre nosotros fue causa de diversas diferencias en nuestra relación. Creo que la mejor forma de contextualizar esa distancia es a través de sus gustos artísticos. Entre las 107 canciones a las que le dio like con su cuenta de Youtube, la más novedosa es “Con la frente marchita” de Joaquín Sabina lanzada en 1990 (tres años antes de que yo naciera), prácticamente toda su música es de los cincuenta y sesenta. Un día intenté obligarlo a ver Game of Thrones, no aguantó ni 20 minutos antes de cambiarle. Despreciaba fervientemente el violento cine de Quentin Tarantino. Jamás entendió mi gusto por las “caricaturas japonesas” y no tenía el más remoto interés en la incipiente forma de arte que son los videojuegos, a pesar de ver cómo les dedicaba cientos de horas por mi trabajo.

Los dos intentábamos una mutua conexión y en la enorme mayoría de las ocasiones, ambos fracasamos. O al menos eso era lo que yo sentía. Sin embargo, al ir creciendo y madurando, comprendí su inconmensurable influencia sobre mí. Puede que yo no lea a Joyce, ni a Trevor o Lowry como le hubiera gustado, pero considero poseer una sensibilidad artística desarrollada gracias a su herencia cultural. Nuestra casa repleta de libros y siempre musicalizada por rock, blues o jazz, las sobremesas con amigos y familia, las ocasiones que me arrastró a teatros, museos o presentaciones de libros. Todas esas acciones de forma subversiva terminaron por encaminar mis actuales sueños creativos.

Ahora, a raíz de su muerte, me entero de que varias personas que viven de trabajos artísticos se inspiraron en su estilo de vida, sus consejos y sus arengas. No me refiero solo a sus alumnos o a entusiastas de la literatura, sino a gente que por cuestiones del destino se cruzó en su camino y decidió apostar por su creatividad gracias a la influencia de mi padre.

Mi papá fue un rebelde. Mi papá fue un soñador. Mi papá fue un disruptor. Mi papá fue inspirador. Mi papá siempre será un escritor. Mi mayor deseo es tener la capacidad de continuar con su legado cultural y artístico, expandir su influencia al menos un par de generaciones más.

Imagen: Cortesía


Nosotros

Aída Espinosa y Lara

Empieza el día con un poco de ejercicio. Hernán elegante hasta en pijama. Nos sentamos a desayunar: tetera de porcelana, tazas con blonda sobre el platito, cinco cubiertos, colador de plata para el té y jarrita con leche, pan tostado en su toast rack, mermelada de naranja. Primero papaya con yogurt y chía, puede seguir cereal, o huevo. Qué delicia de mesa, donde destaca la conversación y más porque el maestro contesta cualquier pregunta. Muchas veces retraso mi salida por prolongar esos momentos. Terminando, cada quien va a lo suyo.

Él escribe hasta la una de la tarde, luego se baña y arregla para leer con música y más tarde una copa y botana. Comemos después, a veces en la terraza, con nuestro hijo menor y las mascotas: mis dos gatitas y las dos perritas de ellos. La rutina cambia si va a clase, que prepara con esmero, como si no tuviera casi cincuenta años dando cursos y también cuando come fuera. Haga lo que haga, siempre resulta interesante su forma de vestir: estilo Hernán Lara.

Pasada la tarde, vuelve a la escritura hasta cerca de las nueve. Nos encontramos a ver tele, con una merienda sencilla y programación espectacular: series inglesas, películas clásicas donde siento que estudia los diálogos, quizá documentales, pero jamás noticias ni lo que yo llamo “la pelota” ¡qué dicha! Me fascina cuando adelanta las palabras de algún personaje, y que adivine al ver unos segundos de qué obra se trata. No hay tele en nuestra recámara, de modo que cuando me duermo y a él le da sueño, vamos a la cama, donde lee todavía un rato más.

Nunca terminó el hechizo de oírlo hablar en público. Igual vivió siempre mi admiración al verlo ocupar de manera cotidiana foros como Bellas Artes, en nuestro país y en otros. Aunque mi gran privilegio fue recibir para revisión un escrito terminado: ensayo, cuento o novela. Como Hernán no hablaba de lo que escribía, ni conmigo ni con nadie, ser su primera lectora constituyó uno de los mejores instantes de mi vida a su lado. Marqué siempre con mucho respeto las sugerencias que podía incorporar, sin dialogar sobre el tema. Él tomaba lo que le parecía bien, comentando sólo: “tus correcciones son excelentes”.

Extrañaré siempre esto y más: su personalidad impactante, su sentido del humor, bailar en las noches, su caballerosidad, sabiduría y generosidad, las mesas con amigos, los viajes, el 15 de septiembre con él dando El Grito, las fiestas navideñas, los cumpleaños de hijos y nietos, el mío con sus rosas rojas.

¿Qué se hace ante un cambio tan fuerte? ¿Cómo sobrevivir a esta ausencia colosal?

Cuando mi papi se mudó al Cielo me acosté a su lado y me mostró, como en película, la siguiente dimensión. Vi entre muchos otros a Cervantes conversando con Luis Spota y al final sus padres y hermanos, rebosantes de alegría exclamando: “ya llegó, aquí está”. Shakespeare, Trevor, el Rayo Macoy, RH Moreno Durán son hoy sus interlocutores.

Velamos a Hernán en casa, en una cama rodeada de flores, con las sábanas que nos regaló la artista Elena Martínez Bolio, donde bordó la primera frase de amor que Hernán me dijo: “Tú no me gustas, tú me fascinas”. Mi hija y yo dormimos a su lado dos noches, flanqueados por sus libros.

Hernán Lara Zavala no cabía en una caja. La cabeza de esta familia merecía un sitio de su talla las últimas noches al frente de su casa: nuestra cama. Todos llegaremos al final de nuestros días y con la certeza de la gran luz, del amor sublime y el reencuentro sin tiempo ni espacio en la vida eterna, decidamos cómo pasar lo que nos falta acá.

Elijo una existencia feliz, cimentada en la gratitud del camino compartido con el amor de mi vida, la seguridad de que su espíritu vive en mí y que vamos a estar juntos por toda la eternidad cuando Dios me llame.


La Jornada Morelos