

Como dice el muy sobado lugar común, ríos de tinta se han derramado sobre el papel para escribir sobre Emiliano Zapata. Muchas plumas han sido favorables a nuestro prócer, muchas otras han tratado de denigrarlo. Pero lo que nadie puede desmentir es que fue el único revolucionario mexicano que quiso reconstruir el edificio social y político del país sin concesiones, sin componendas, sin buscar beneficios personales o familiares o de clase. En ese sentido, fue el único verdadero revolucionario. No es casualidad que Zapata sea conocido a nivel mundial como ícono revolucionario (no así Madero, Carranza u Obregón; y a Villa se le conoce por su genialidad militar, por su osadía, por su pintoresquismo).
La figura de Zapata ha concitado a historiadores de todos colores y algunos novelistas y hasta poetas, sin dejar fuera los numerosos corridos compuestos en su honor, pero nadie nos ilustra acerca de sus guisos favoritos. El clásico biógrafo de Zapata, el americano John Womack, lo más que se aproxima a los gustos del guerrillero es cuando dice que “fumaba lentamente un puro”. La hotelera británica Rosa E. King, en su generoso texto Tempestad sobre México, nos habla de sus huéspedes; nos entera de que a Victoriano Huerta le encantaban las ciruelas de Morelos y que bebía hasta que sus ayudantes se lo llevaban cargado a la habitación; y que a Madero había que darle todos los platillos bien fritos, para evitar intentos de envenenamiento; pero de Zapata, aunque hace muchos elogios, no informa de sus alimentos, pues lo conoció, pero no lo hospedó. También subsiste el menú, francés, del banquete ofrecido al candidato Madero en Cuernavaca, pero sin duda que no fue de la preferencia del sencillo Emiliano, quien sí asistió, pero se retiró ante la presencia de hacendados.

Démonos la licencia de conjeturar cuáles eran los gustos de Zapata en la comida. Como era hombre de campo, aficionado a los caballos, los toros, los gallos y las ferias, de seguro que en los tianguis y mercados se sentía en su elemento. Y los mercados son precisamente lugares donde se puede apreciar la preservación de las tradiciones; el tianguis mismo es prehispánico, desde su nombre náhuatl. Así que entremos al céntrico mercado “Adolfo López Mateos” en Cuernavaca y compartamos con Zapata las delicias del lugar.
En el corredor de las cabezas de puerco y las vísceras de res, algunas señoras venden en pequeñas mesitas partes diversas de cerdo, ya cocidas. Desde luego, moronga (intestino grueso relleno de sangre y trozos de grasa) para freírse con cebolla y chiles cuaresmeños picados con abundante yerbabuena. Gañote, que es la parte alta del esófago donde se entremezclan carne muy suave con cartílago duro que, ya picado, cocinado frito y en salsa, es una maravilla donde contrastan sabores y texturas. Nana, o sea la matriz de la puerca, de una delicadeza para paladares privilegiados, como ha de haber sido el de Zapata.
En los locales, podemos comprar panza de res precocida (panal, callo, libro, cuajo, manzana, cacarizo) para hacer menudo con epazote y chile guajillo o quesadillas. Pata de res, ya lista cocida, para las tostadas, hechas con una embarradita de frijoles, una cama de lechuga picada, luego la pata, queso espolvoreado y crema, con una salsa verde bien picosa. Corazón e hígado en bisteces delgados, y riñones enteros con su grasa que los envuelve, para asarlos en una parrilla al carbón. Ubre, que quizá Emiliano también asaba, pero yo prefiero cocerla hervida muy bien, pues es dura, luego filetearla, empanizarla y freírla en aceite de oliva y comerla acompañada de puré de papa y pepino en rodajas con limón y sal. Allí mismo venden criadillas -atributos masculinos del toro- que igualmente se acostumbra asar, pero fritas al mojo de ajo asimismo son excelentes.
Hay locales especializados en tacos de cabeza de res, género taquero exclusivo para conocedores, que son las clases más populares. (Los ricos suelen comer los insípidos “tacos al carbón” -que por supuesto en el mercado no hay- y piden aburridos tacos de bistec o de chuleta porque les da pena comer de nenepil o de buche o de bofe). La anatomía de la cabeza de res ostenta una diversidad exquisita: cachete (que es una carne maciza oscura), trompa, lengua, sesos, molleja (que es el timo, una glándula salival) y lo mejor de todo: el ojo, delicado cartílago de suave sabor y textura.

Otros locales venden barbacoa de borrego y de chivo, pero como Zapata era de tierra caliente y esta preparación corresponde a las elevadas zonas pulqueras como Huitzilac y Tres Marías (pues con las pencas del maguey pulquero se envuelven los “paquetes” de carne que se cuecen en el hoyo), no sabemos qué tan aficionado era el caudillo del sur a este alimento de técnica culinaria precolombina (aunque en aquellos siglos la barbacoa era de liebre, venado, armadillo, guajolote o iguana, pues el borrego y el chivo los trajeron los españoles).
Tradicional es un local de tamales deliciosos, con todas las principales opciones. De cerdo, para expertos, y de pollo, para novatos y extranjeros. Verdes, rojos, de rajas y dulces. En hoja de maíz o de plátano. Solos o en torta. Al vapor o fritos. Estos últimos solo son para entendidos; quienes no los conocen, no saben lo que se pierden: la costra crocante del tamal doradito y por dentro la suavidad de la masa saborizada con la salsa y los tropiezos de la carne.
Quizás en los tiempos de Zapata no había en los mercados, como hoy en el “López Mateos”, locales donde venden bolsas de botanas artesanales preparadas, riquísimas: cacahuates doraditos con ajos y chiles de árbol, garbanzos y habas salados y enchilados, charritos de maíz (que hoy les dicen churritos) y chicharrones de harina, que contrastan por sabrosos con los de marcas famosas que son feísimos.
* Historiador

Eulalio Gutiérrez y Emiliano Zapata charlando en el Banquete de Palacio Nacional, también se aprecia al lado derecho de Gutiérrez a Pancho Villa. Ciudad de México 1914: Foto: Pancho Villa FB
