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Gonzalo Celorio

Conocí a Vicente Quirarte en los últimos años setenta, cuando era un joven melenudo, de peinado afro, cuya imagen, sedienta y apacible a un tiempo, me remitía al poeta adolescente Franz Kappus en busca de un Rilke que leyera sus poemas. Vicente lo encontró en la voz esculpida a fuerza de orfandades de nuestro maestro Rubén Bonifaz Nuño. Y en la lectura de Ramón López Velarde, Luis Cernuda y Gilberto Owen, de Edgar Allan Poe, Oscar Wilde, Herman Melville y H.P. Lovecraft, de Victor Hugo -ese loco que se creía Victor Hugo- y Charles Baudelaire.

Nos reunimos en las páginas de una esforzada revista de la ENEP Acatlán; en el taller literario de Alicia Trueba, en el que mujeres muy animosas recibían nuestros bisoños comentarios a textos valerosos que proclamaban su independencia y su libertad, y en “El Olvido”, la casa-biblioteca de Luis Mario Schneider en Malinalco, de quien fuimos cómplices en las publicaciones secretas que él editaba y cuyo tiraje no rebasaba los cuatrocientos ejemplares.

Nuestra relación afectiva e intelectual se ha visto enriquecida por las instituciones por las que hemos transitado por muchos años, la Universidad Nacional Autónoma de México y la Academia Mexicana de la Lengua.

La Universidad nos ha dado la prodigiosa oportunidad de devolverle, en una modesta medida, lo mucho que nos dio a lo largo de la vida; la posibilidad de combinar sin contradicciones la creación literaria y las tareas académicas y administrativas; la casa nutricia y maternal, de la que nunca podremos egresar, aunque nos jubilemos.

Pero es de la presencia de Vicente Quirarte en la Academia Mexicana de la Lengua de la que quiero y debo hablar, así sea muy brevemente, en este homenaje a su fecunda trayectoria en su septuagésimo cumpleaños.

Propuesto por Miguel León-Portilla, Clementina Díaz y de Ovando y José Pascual Buxó -ilustras universitarios todos-, fue elegido miembro numerario de la Academia en septiembre de 2002 para ocupar la silla XXXI, que había correspondido a nadie menos que a Carlos Pellicer. Recuerdo con fervor la mañana de junio del año siguiente (junio le dio la voz, diría el poeta tabasqueño), cuando leyó su discurso de ingreso en el jardín de la sede de la Academia, sita entonces en la calle de Liverpool 76, y dirigida por don José G. Moreno de Alba, su antecesor en la dirección de la Biblioteca Nacional. Versó, como era de esperarse, sobre el poeta del trópico y las manos llenas de color, pero no sólo sobre él, sino sobre el “grupo sin grupo” y el entorno en que articularon sus voces, tan diversas en sus modulaciones como unidas en su modernidad: El México de los Contemporáneos. La respuesta a su discurso y la bienvenida a la corporación corrieron a cargo de su mentor y amigo Alí Chumacero, de quien Vicente, por cierto, ha preservado en la memoria sus aforismos nunca escritos.

En las lecturas que los académicos tenemos la obligación estatutaria de ofrecer de manera rotatoria a nuestros colegas -ahora felizmente transmitidas ampliamente por nuestras plataformas digitales- , Vicente ha abordado una variedad de temas que reflejan sus intereses literarios, históricos y académicos: la historia del siglo XIX mexicano,-Las metáforas del juarismo y Odiseo del diario acontecer (sobre Francisco Zarco)-; la poesía de Ramón López Velarde, Xavier Villaurrutia y Gilberto Owen, y diversos textos personales, ensayísticos o autobiográficos, como La invencible (sobre su padre) o Preferiría no hacerlo (sobre el suicidio). Ha participado, además, en numerosos homenajes luctuosos a otros miembros de la corporación, a quienes ha estudiado, querido y admirado, como Federico Gamboa, Joaquín Antonio Peñaloza, José y Celestino Gorostiza, Victoriano Salado Álvarez, Julio Torri, Andrés Henestrosa, Agustín Yáñez, Juan Rulfo, Alí Chumacero, Clementina Díaz y de Ovando, Miguel León-Portilla, Miguel Capistrán… Esos homenajes dan fe del amor de Vicente por la historia de nuestro país y de la generosidad con la que reconoce a quienes directa o indirectamente fueron sus maestros.

Bajo el doble sello de la Academia Mexicana de la Lengua y del Colegio de Ciencias y Humanidades de la UNAM, Vicente publicó su libro Fantasmas bajo la luz eléctrica y, para la colección Clásicos de la Lengua Española de la corporación, ha venido trabajando desde hace años en la edición ecdótica de la novela Santa de Federico Gamboa, cuyos originales, por cierto, se encuentran en la Academia al lado de manuscritos tan valiosos como los poemas de La sangre devota y de La suave patria de Ramón López Velarde.

El programa del homenaje que ahora le rinden las distintas instituciones en las que ha oficiado da cuenta de la amplitud de los intereses de Vicente Quirarte, cuya producción bibliográfica en los géneros de la poesía lírica, el teatro, la narrativa, el ensayo, la historiografía, la crónica, la autobiografía… es avasallante. Editor, bibliófilo, interlocutor de fantasmas, vampiros y brucolacos; cazador de imágenes balleneras con los dos arpones de su mirada, flaneur, historiador, erudito de las publicaciones bibliográficas y hemerográficas del siglo XIX y al mismo tiempo “cleptómano de bellas fruslerías” -que diría el danzón-, amante de la historia de México, que no le teme a la palabra patria; viajero infatigable y curioso, exquisito y popular, con quien he tenido la enorme fortuna de recorrer, bajo su ciceronato, las calles de nuestro centro histórico y también los indicios literarios que la poesía ha desperdigado por las ciudades de Rhode Island, Boston, Chicago, Nueva York, Londres, Cambridge, París; académico riguroso y poeta libérrimo, nacionalista y universal. Sus obras constituyen un universo complejo y completo, uno y diverso, el universo “Vicente Quirarte” en el que no podemos dejar de gravitar.

Felicidades, Vicente tan querido.

Gonzalo Celorio Blasco, XVII director de la Academia Mexicana de la Lengua. Foto: UNAM