

EDITORIAL
Abril: mirar de frente la infancia
Este número de abril nos convoca un imperativo ético: proteger la infancia no desde el idealismo, sino desde la ternura crítica y el compromiso colectivo. Las infancias no son un territorio neutro ni apolítico; son un campo de disputas culturales, afectivas y estructurales.

Desde la portada, la ilustración de Alma Rosa Pacheco con líneas suaves y una paleta que abraza, Alma Rosa dibuja con ternura lo que este número escribe con fuerza: la infancia no es inocencia, es potencia.
Lizbeth Guadalupe Alanis López nos entrega un relato que sucede en lo cotidiano: un pasillo escolar, un tropiezo, una burla, un silencio que se quiebra. Pero lo que parece una escena menor, revela una pedagogía urgente sobre las emociones, la masculinidad y la empatía. «Ser valiente es ser auténtico» no solo cuestiona los estereotipos de género, sino que nos recuerda que el aula también puede ser un lugar de transformación cultural.
Frida Gaytán, con su ensayo «El idioma de los pobres», nos saca del espacio íntimo para colocarnos en el centro del racismo estructural en la Europa contemporánea. La infancia aquí aparece de forma transversal: ¿qué futuro puede construir una niña migrante en un sistema que desprecia su lengua, su historia y su color de piel? Frida denuncia cómo el neoliberalismo convierte el racismo en opinión, y el dolor en mercancía; nos invita a hablar sin anestesia, a no tragarnos las jerarquías disfrazadas de cultura.
Denisse Buendía Castañeda, en «Abril: un llamado urgente por la protección de las infancias», escribe con una valentía conmovedora sobre el abuso sexual infantil, sin eufemismos ni rodeos. Con un lenguaje directo, desmonta la figura del “lobo” y denuncia que los agresores no están en la oscuridad, sino muchas veces en la sala de casa. Su texto interpela a la familia, a las instituciones, y a todas las personas adultas que han aprendido a mirar hacia otro lado.

Este número no busca ofrecer respuestas fáciles, sino abrir preguntas incómodas: ¿desde dónde protegemos realmente a las infancias? ¿Qué violencias permitimos en nombre de la educación, la tradición o la autoridad? ¿A qué niñas y niños escuchamos y a cuáles silenciamos? Las autoras aquí reunidas nombran lo que suele callarse, y lo hacen con firmeza y ternura.
Porque hablar de infancias no es volver al pasado, sino apostar por un futuro más justo. Un futuro donde llorar no sea vergonzoso, donde el idioma no sea un estigma, y donde nadie tenga que crecer con miedo.
Ser valiente es ser auténtico
Lizbeth Guadalupe Alanis López

Sonó el timbre, lo que significa que el recreo ya terminó. Julio, Irving, Isaac y Mariano corrieron porque sabían que el profesor Nicolás los podía regañar si llegaban tarde a la clase de Biología. Mientras subían las escaleras Isaac se cayó y se lastimó su rodilla, le dolió mucho. Por lo que comenzó a llorar. Como todos regresaban del recreo se formó un gran circulo alrededor de ellos.
Mariano intentaba ayudarlo a levantarse mientras que Irving permanecía inmóvil. Estaba sorprendido de ver como lloraba su amigo y no sabía que hacer. A todo esto, Julio dijo – ¡Isaac! ¡Deja de llorar como niña y levántate! ¡No seas dramático!
Isaac de inmediato sintió vergüenza al escuchar ese comentario de su amigo y aún más al darse cuenta de que casi todo su salón estaba mirando la escena. Rápidamente jaló el borde de su playera del uniforme y se limpió las lágrimas de la cara. Sacudió sus manos en el pants y atravesó a sus compañeros para ir rápidamente al salón.
Algunos compañeros se rieron, pero nadie dijo nada más. Ya en el salón Isaac trataba de ocultar su dolor, pero Katty, una compañera de su salón que había visto todo lo que pasó le preguntó -Isaac ¿Estás bien? – a lo que él respondió rápidamente – Si, si, no fue la gran cosa.

Irving escuchó su respuesta y le dijo – Isaac, no tienes porque ocultar que te dolió. Me di cuenta que sentiste pena al escuchar lo que te dijo Julio, pero tanto hombres como mujeres podemos sentir tristeza y dolor – En ese momento se hizo un gran silencio en el salón, todos estaban escuchando.
Mariano continuó – Llorar es completamente válido, es algo que hacemos todos los seres humanos- Nadie notó que el profesor Pedro ya había entrado al salón y escuchó toda la conversación, por lo que se sorprendieron al escuchar su intervención, dijo – Chicos, por muchos años a los hombres nos dijeron que no podíamos sentir miedo, estar tristes o llorar, pero fue un error. Yo soy un hombre que a veces llora cuando estoy triste o cuando veo una película que me conmueve, lloré de emoción el día de mi boda, lloré el día que perdí a una mascota muy querida y quizá lo haga de alegría el día de su graduación. Nada de eso cambia mi valor como persona y como hombre. No hay persona más valiente que aquella que es auténtica y sabe reconocer todas sus emociones.
Julio comprendió que se había equivocado en burlarse de su amigo Isaac así que dijo – En mi casa me habían enseñado que solo lloran las niñas, ahora se que eso no es verdad. Te pido una disculpa Isaac, no estabas siendo dramático, solo sentías dolor y no debí burlarme.
Isaac aceptó su disculpa y añadió – No te preocupes amigo Julio, como dice el profesor Nicolás, todos estamos aprendiendo en todo momento y lo importante es siempre apoyarnos y ser solidarios entre nosotros así seamos hombres o mujeres.

El idioma de los pobres: racismo estructural y colonialismo desde la Francia contemporánea
Frida Gaytán
En marzo de 2025, miles de personas salieron a las calles en distintas ciudades de Francia para denunciar el racismo estructural que lejos de haber sido superado, se ha reconfigurado bajo nuevas formas discursivas y políticas. Estas manifestaciones, organizadas por colectivas migrantes, antirracistas y feministas, fueron una respuesta al creciente poder de la extrema derecha y a la normalización del racismo en el discurso público. En ese mismo clima, el director Jacques Audiard —recién premiado en Berlín— declaró que el español es un «idioma de países modestos, de pobres y de migrantes». Una frase aparentemente banal, dicha desde el espacio del arte, que sintetiza las lógicas coloniales que siguen operando en las élites culturales europeas.
Lejos de ser un comentario aislado, estas palabras revelan una forma de pensar —y de hablar— profundamente atravesada por el racismo estructural. Como advierte Clara Valverde en su libro No nos lo creemos, el lenguaje neoliberal opera vaciando de contenido político las formas del dolor y de la exclusión, al tiempo que sostiene un sistema jerárquico, colonial y violento. Audiard no solo desprecia el español como lengua de los «otros», sino que lo hace desde un lugar de poder simbólico que legitima la idea de que hay lenguas —y por tanto, culturas y personas— inferiores. El racismo contemporáneo se expresa a través de estas violencias lingüísticas, políticas y culturales, en el marco de un sistema que produce subjetividades despolitizadas y cuerpos excluibles, pero también resistencias que no se callan.
El racismo no es un error del sistema ni un exceso excepcional de algunos individuos o sectores radicales: es un componente estructural del capitalismo moderno. Como han señalado pensadores como Aníbal Quijano o Achille Mbembe, la modernidad está fundada sobre la colonialidad del poder: una forma de organización global que jerarquiza a los seres humanos en función de su raza, su lugar de origen, su lengua y, sobretodo, su utilidad para el mercado. En esta lógica, el Sur global es concebido como fuente de recursos, cuerpos y narrativas para ser explotadas y dominadas. Francia, a pesar de su discurso republicano universalista, ha sido uno de los centros históricos de este orden colonial y las marcas de esa jerarquía siguen presentes en sus fronteras, sus instituciones y su cultura.
En este contexto, Clara Valverde advierte que el neoliberalismo necesita que naturalicemos la desigualdad, que la veamos como inevitable o incluso como responsabilidad individual. Para eso, el lenguaje cumple un rol central: al sustituir la política por la gestión, al transformar las luchas en «historias personales», se desactiva la posibilidad de pensar colectivamente. «No nos lo creemos» no es solo el título de su libro, sino una consigna contra esta anestesia discursiva: nos quieren sin capacidad de sentir políticamente, sin posibilidad de indignarnos, de hacer preguntas, de desobedecer.
Las declaraciones de Jacques Audiard pueden parecer inofensivas para algunos, pero operan dentro de esa maquinaria simbólica que Valverde denuncia: el lenguaje neoliberal es racista no solo por lo que dice, sino por lo que oculta. Invisibiliza las estructuras de opresión, transforma la violencia en «opiniones personales» y convierte el racismo en una cuestión de percepción subjetiva. Más aún, se apropia del discurso de la inclusión y la diversidad para vaciarlo de potencia política: lo convierte en mercancía, en valor de marca, en argumento de venta para festivales y medios internacionales.
Este vaciamiento simbólico se produce en un país donde el racismo institucional crece de forma alarmante. El ascenso de figuras como Marine Le Pen y la consolidación de discursos xenófobos en el centro político francés han generado un clima de legitimación de la violencia hacia migrantes, musulmanes y afrodescendientes. Las redadas policiales, las muertes en frontera, la islamofobia y la segregación escolar son expresiones materiales de ese racismo estructural. Valverde señala que «nos quieren fragmentadas para que no hagamos preguntas… para que no sintamos con otras». El racismo también actúa como un dispositivo de aislamiento emocional, de precariedad afectiva, de exclusión cultural.
El lenguaje neoliberal se presenta como racional, neutro, eficiente. Pero en realidad, funciona como una forma de violencia simbólica que desactiva la posibilidad de la resistencia. Habla de «tolerancia» y «diversidad» mientras mantiene las jerarquías. Promueve la representación simbólica sin redistribución material. Proclama la «inclusión» sin revisar los privilegios de clase, raza y género. Clara Valverde lo expresa con claridad: «el neoliberalismo ha conseguido que muchas personas no se crean lo que viven. Y que, por tanto, no se sientan con derecho a rebelarse». Este lenguaje no solo dice cosas; también produce subjetividades sumisas, inseguras, desconectadas de sus propias experiencias individuales y colectivas.
Las manifestaciones antirracistas en el corazón de Europa representan una forma de desobediencia colectiva. Recuperan el cuerpo como herramienta de lucha y el espacio público como lugar de denuncia. Estas protestas son también una apuesta por formas de comunidad y solidaridad que desafían la lógica neoliberal de la competencia, el miedo y el silencio.
El arte, el pensamiento crítico y la acción política se entrelazan en estas resistencias. Frente a un sistema que busca despolitizarlo todo, estas voces insisten en la necesidad de nombrar, de sentir, de pensarnos juntas, de entender que la política no es de los partidos sino de nosotras, ciudadanas, pueblo, gente. Rechazar el lenguaje del poder también es inventar nuevas formas de decir, de vivir y, sobre todo, es una manera de afirmar que no nos lo creemos. Que no aceptamos las jerarquías disfrazadas de opinión ni las violencias maquilladas de cultura. Que otra manera de hablar, de pensar y de habitar el mundo no sólo es posible, sino urgente.
Abril: un llamado urgente por la protección de las infancias
Denisse Buendía Castañeda
Abril es un mes profundamente simbólico. Por un lado, nos invita a reflexionar sobre las infancias y la responsabilidad colectiva de garantizar su bienestar. Por otro, nos confronta con una de las realidades más dolorosas: abril también es el Mes de la Conciencia sobre la Agresión Sexual, un recordatorio de que muchas niñas y niños no viven este periodo con alegría, sino con miedo, silencio y dolor.
Si hiciéramos una conversación íntima con las mujeres de nuestras familias, nos sorprendería descubrir que muchas han tenido un encuentro con un “lobo” a lo largo de su vida. Y lo más alarmante: en la mayoría de los casos, no se lo contaron a nadie. Callaron por miedo, por culpa, por la certeza de que nadie les creería.
Los agresores sexuales, a quienes aquí llamaremos “lobos”, no siempre son extraños. Muchas veces tienen nombre y apellido dentro del núcleo familiar: padres, tíos, abuelos, primos, padrastros, vecinos, padrinos… En muchos casos, los lobos no se esconden en la oscuridad, sino que están disfrazados de afecto, de cercanía, de confianza.
Y no, no es que estén enfermos. Los agresores saben lo que hacen. Conscientes del daño, actúan con premeditación: manipulan a sus víctimas para que no hablen y se ganan la confianza del entorno para pasar desapercibidos. Saben lo que buscan y saben cómo conseguirlo.
La trampa de la confianza
La mayoría de los casos de abuso sexual infantil en México ocurren dentro del entorno más íntimo de la víctima. La casa, la escuela, la iglesia, los espacios donde las infancias deberían sentirse seguras, comparten un mismo denominador: la confianza. Esa confianza que los lobos saben manipular.
¿Quién podría imaginar que el sacerdote de la comunidad, el tío gracioso o el abuelo consentidor podrían hacer daño? La cercanía, el afecto e incluso los lazos de sangre, se convierten en barreras para detectar el abuso. Anteponemos el vínculo por sobre la sospecha, porque duele demasiado imaginar que quien debiera cuidar, lastime.
Los lobos detectan rápidamente las necesidades emocionales de las niñas y niños: buscan a quienes necesitan afecto, escucha, atención. Se vuelven sus “mejores amigos”, les ofrecen regalos, los llenan de abrazos. Se inventan juegos, construyen un lenguaje íntimo y van creando momentos de privacidad. Así se abre paso la violencia sexual.
Este abril, unamos dos fechas clave para transformar la realidad de nuestras niñas y niños: hablemos de sus derechos, de su protección, de su libertad. Rompamos el silencio. Reconozcamos que el enemigo no siempre está lejos, y que prevenir es también creer, escuchar, acompañar y actuar.
Porque cada niña y niño merece crecer en un entorno libre de miedo, con adultos que les crean, les cuiden y defiendan su dignidad.
