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Cansancio Colectivo

 


Si eres hombre, te invito a pausar la lectura. Esto no va contigo ni en contra de ti. Si eres mujer, sigue leyendo, porque quizá esto te resulte familiar.

En mi comunidad de Instagram, la queja de las mujeres es constante, y se repite una y otra vez: «Estoy exhausta», «No puedo más». Y es que las mujeres estamos al límite. No eres tú, no son ellas, somos todas. Nos sentimos agotadas, tanto física como psicológicamente. Nuestro agotamiento es crónico, generacional y parece no tener fin. Las demandas y expectativas que enfrentamos en la sociedad moderna son abrumadoras. Desde que amanece estamos en constante movimiento, equilibrando múltiples roles y responsabilidades, algunas impuestas y otras autoimpuestas.

Podría despotricar contra el patriarcado, podría culpar a los hombres y poner a las mujeres en el papel de víctimas, pero no lo voy a hacer. Prefiero enfocarme en las cosas que podemos cambiar y que están en nuestro poder para dejar de sentirnos así.

Comencemos reconociendo que la naturaleza nos dotó físicamente de un sueño ligero, diseñado para estar alertas ante las necesidades de los hijos cuando son bebés y requerían ser alimentados. Ese regalito de la naturaleza nos acompaña a lo largo de nuestra vida adulta, incluso a aquellas como yo, que hemos decidido no ser madres. Sin embargo, en la cruda realidad, no solo enfrentamos dificultades para conciliar un sueño profundo, sino que también nos vemos obligadas a sacrificar horas de descanso en medio de la vorágine de cosas que «tenemos» que hacer todos los días.

Otra diferencia notable entre la energía de las mujeres y los hombres es lo que comemos y lo que no. Las mujeres vivimos eternamente a dieta durante mucho más tiempo que los varones. ¿Por qué? Porque Dios nos libre de estar gordas, y no encajar con los estándares de belleza establecidos. Poco nos preocupamos de comer las proporciones correctas de proteína que nuestro cuerpo requiere para funcionar y para ayudarnos a dormir mejor. Estamos, por norma general, mal alimentadas.

A pesar de realizar un trabajo arduo en el hogar, las mujeres de antes rara vez se quejaban de sentirse exhaustas. ¿Qué ha cambiado desde entonces? ¿Nos hemos vuelto blandas? La respuesta está en la evolución de las expectativas sociales. Las mujeres ahora trabajamos fuera de casa, hemos abrazado el «deber» de la mujer moderna y parece que nos persigue constantemente. Queremos estar a la par profesionalmente con los hombres, pero sin delegar ni dejar de sentir culpa por desentendernos de los hijos y la casa. Es como si en el fondo del subconsciente femenino residiera un constante sentido de obligación, un «tengo que» perpetuo, actuando como un supervisor tirano que nos impide tomarnos un descanso o perdonarnos por no estar presentes en la vida de los hijos porque tenemos que trabajar. Ese sentimiento persistente en un esfuerzo constante por sentirnos dignas de nuestros logros, reconocimiento y afecto. Necesitando ser constantemente validadas.

Las redes sociales nos han venido a joder un poco más la marrana, porque ahora la presión es mayor. Personalmente, detesto a esas amas de casa que tienen un maquillaje perfecto a las 7 de la mañana y que preparan sándwiches con formas de Mickey Mouse a sus hijos para que se los lleven al colegio, hijos que nunca están sucios ni despeinados. Mientras yo, el desayuno más saludable que les preparo a mis hijastros fueron son unas Zucaritas del Tigre Toño, esas que tienen sirope de maíz, y aditivos cancerígenos, acompañados de leche de vacas hormonadas.

El estrés que nos provoca la imperfección no solo afecta nuestra salud física, sino también nuestra salud mental. La ansiedad y el estrés se han convertido en compañeros constantes, mientras tratamos de cumplir con las expectativas poco realistas que la sociedad y, a menudo, nosotras mismas nos imponemos. Podemos culpar a nuestras parejas por no «ayudar» en casa, por no resolver, y nos quejamos diciendo «si no lo hago yo, no lo hace nadie», y es cierto, pero quizás nos estamos exigiendo demasiado. La realidad es que no estamos diseñadas para este ritmo de vida constante y exigente. No vas a ser peor madre porque tu hijo coma frijoles una semana, o sándwiches de queso, o unas infalibles Maruchan. No conozco a nadie que haya muerto por llevar la ropa arrugada, sin planchar. Nos estamos exigiendo demasiado, y nos estamos dejando la vida en el camino.

Los hijos no necesitan tanto iPhone, tantos tenis de marca, tanto lujo. Los niños y adolescentes necesitan madres presentes, que escuchen, que sonrían, que no estén exhaustas, y que sean pacientes cuando ellos cometen errores.

Antiguamente nos decían que calladitas estábamos más bonitas, y entonces aprendimos que teníamos voz, y que no debíamos callar. Pero hoy, las mujeres no hablamos; el cansancio nos silencia, el agotamiento nos mantiene calladas.

Imagen: cortesía de la autora