loader image

¿Eres cómplice?

 

Cuando llegué al consultorio, una de las chicas de recepción me informó que el dentista, joven, alto y muy guapo, con el que había agendado cita hacía tres meses, había tenido una emergencia y no iba a atenderme. Cerré los ojos y respiré profundamente porque sentí cómo la sangre comenzaba a hervirme. Había conducido durante 30 minutos para llegar hasta allí. Supongo que la chica de recepción notó el humo que salía por mis orejas, porque rápidamente dijo:

—Te hemos llamado varias veces, pero tu teléfono nos enviaba directamente al buzón de voz, y como está lleno, no nos permitía dejar mensajes.

Asentí. La chica tenía razón. No recibo llamadas de teléfonos que no están en mis contactos, y odio escuchar mensajes de voz, por lo que mi buzón siempre está saturado. La recepcionista añadió:

—No te preocupes, tenemos a otro dentista que está cubriendo y puede atenderte.

Entré en el consultorio y a los pocos minutos apareció un señor mayor, que en sus años mozos debió de tener pinta de galán de cine, quien resultó ser el padre del joven dentista ausente. Nada más entrar, me sometió al interrogatorio de rigor, no solo por ser nueva paciente, sino también por curiosidad. En el norte, norte muy norte, de la costa este americana, no hay muchas personas con mi color de piel y mi hermoso acento mexicano.

—Conozco México —dijo seguro de sí mismo.

—¿Ah, sí? —pregunté escéptica.

—Sí, vamos casi todos los años a Cancún.

Sonreí de forma forzada mientras pensaba que ir a un resort todo incluido en Cancún no es «conocer México». Y casi como si pudiera leer mis pensamientos, agregó:

—Me encantaría hacer turismo real, en pueblos y ciudades pequeñas —continuó el doctor.

—No vayas —le dije sin pensar ni filtrar mi respuesta.

—¿Por qué? ¿Es peligroso?

Suspiré y dije, sintiéndome una traidora por lo que estaba a punto de salir de mi boca:

—Me gustaría decir que no pasa nada, que solo aquellos que andan en malos pasos corren peligro, pero te mentiría.

Invadida por el recurrente encabronamiento crónico que me hiela las entrañas cuando hablo de la realidad de mi país, comencé a relatarle mi profundo amor por México. Le hablé apasionadamente sobre la calidez de su gente, la hospitalidad y nuestra riqueza gastronómica. Sentí cómo mis palabras tenían un dejo de nostalgia y orgullo, como si estuviera defendiendo un tesoro sagrado que otros buscan arrebatar. Sin embargo, poco a poco me fui adentrando en un terreno más oscuro y doloroso, el de los “peros” y agregué:

—Pero a pesar de que México es hermoso, y es un país de guerreros, donde hay gente honesta que trabaja duro y con una resiliencia inigualable, los malos nos están ganando la partida. Tenemos un gobierno que está coludido con el crimen organizado, la inseguridad y la impunidad están a la orden del día. Los feminicidios y gente desaparecida aumentan día con día y este gobierno no hace ni hará absolutamente nada. Y a veces hay gente buena, como tú o como yo, que le toca estar en el sitio equivocado a la hora equivocada. Así que, no vayas.

—Entonces, ¿lo que salen en “Narcos” es cierto? —preguntó casi con fascinación.

—Bueno, en realidad no —dije con pesar—. Es mucho peor. En México, no hay libertad. La gente ha normalizado el no conducir por ciertas carreteras después de ciertas horas, hay pueblos que no puedes siquiera visitar porque están sitiados por el narco, las mujeres no caminan solas por calles solitarias, y las que lo hacen viven con un terror permanente. Ser periodista en México es más peligroso que ser corresponsal de guerra. La gente que tiene negocios sabe que hay que hacer pago “de piso” a los carteles locales, para que no te maten, o te secuestren, o peor aún que te maten a algún hijo. Y cuando alguno no paga y lo matan, su muerte queda impune, ya nadie se lleva las manos a la cabeza para exigir justicia, porque “seguramente andaba en malos pasos”.

El dentista, me miraba casi con angustia.

—Y entonces, ¿Qué va a pasar con México?

—No lo sé, hemos normalizado tanto la violencia que las generaciones jóvenes, esas que han crecido con estos niveles de inseguridad, no conocen otra vida. Nunca han experimentado el vivir sin miedo a que te roben, te secuestren, te extorsionen o te maten, y hay más apatía que nunca, los jóvenes y en la ciudadanía en general, ni siquiera quieren salir a votar, la apatía es aterradora, por eso los malos nos van a seguir robando la paz en México porque saben que México ha perdido su voz, su fuerza, esa que solo demuestra en las urnas. Los malos nos van a seguir ganando porque saben que los que no votan, son sus cómplices, esos que cuando siga habiendo crimen, injusticia e impunidad miraran hacia otro lado. México hoy tiene más cómplices que votantes— dije con tristeza contenida.

—Lo siento mucho, Elsa —dijo el médico con verdadera conmoción, con pena en la mirada, como cuando le cuentas a alguien que un familiar está en fase terminal y que no hay nada más que hacer.

—Yo lo siento más —dije aguantándome las ganas profundas de llorar de rabia porque sé que aún queda mucho por hacer en México, la cura no es inmediata, es un cáncer que requiere un tratamiento de varios sexenios, pero podemos lograrlo, poco a poco, pero para eso, se requiere de un poquito de responsabilidad social y hay que salir a votar.