Una tonelada de tierra puede tener menos de medio gramo de oro, unos cuantos de plata y algunas libras de cobre, pero vale la pena destruir a la naturaleza porque en el mercado internacional los precios de esos metales compensan los costos de producción. “Desmonte”, le llaman en el lenguaje de las mineras, a la destrucción de ecosistemas. En Ecuador y Panamá estas empresas arrasan la selva, en Perú asolan la Amazonía y las montañas. En México la deforestación ha ocurrido en la variedad de bosques existente, en las en zona áridas y semi áridas. Especialistas en explosivos con fuertes cargas de pólvora y de testosterona, en pocas horas deshacen una orografía o planicie. La tierra cede como talco. Los enormes camiones Carterpillar 794 acarrean la roca hacia las áreas de lixiviación, que no son otra cosa que el acomodo de la tierra triturada en basamentos de forma piramidal, en los que previamente se instalaron tubos que vierten la solución de cianuro. Por su efecto químico, se separan los metales que esa tierra contenga. El lodo sobrante se precipita hacia las presas de jales. Éstas, son horadaciones enormes, sostenidas por paredes de roca. Es un fango tóxico y estéril, que se queda ahí para el fin de los días o, hasta que alguna de las paredes truene por el peso de millones de toneladas del miasma y se vierta sobre decenas de miles de hectáreas de áreas con vida.
Son ejemplos de tragedias sin fin por la ruptura de las presas, Mont Palley en Canadá, en marzo de 2014, Cuenca del río Sonora en agosto del mismo año, Brumandinho, en Brasil, en enero de 2015. Los Comités de afectados de la Cuenca del Río Sonora denuncian que 22 mil personas padecen los efectos del derrame de sulfuros. A la fecha, continúan organizadas para documentar las afectaciones que, a una década de ocurrido el derrame, no dejan de padecer.
Son las consecuencias de la inflexión extractivista, es decir, la aceleración del flujo de las mercancías. Esta forma de esquilmar a la naturaleza cambia la velocidad y la profundidad de la explotación de recursos primarios como metales, minerales, biocombustibles, hidrocarburos, plantaciones agrícolas, pesca de arrastre y recursos maderables. Los centros globales del capital en los que se alojan las empresas que controlan estos mercados son los que conducen esta dinámica de muerte de la naturaleza. Ahí se decide cuáles son las zonas de sacrificio. Lo deciden en Canadá y Estados Unidos que albergan a las multinacionales de la extracción y socios del sacrosanto libre comercio con México y Latinoamérica.
Esta forma de producir y dominar a la naturaleza tiene su origen en los siglos XVI y XVII, cuando cambió la concepción de la relación entre la humanidad y su medio ambiente y dio paso a una concepción mecanicista en la que la naturaleza se concibió como algo pasivo, muerto, dominado y controlado por los seres humanos (con capital) pero la aceleración de la destrucción de la vida, al parecer sin retorno, se precipitó en los últimos cincuenta años. Por ello, ha cobrado vigencia la obra de Carolyn Merchant, La muerte de la naturaleza (1980), que repasa los cambios económicos, sociales y culturales que dieron lugar a esta concepción. Gracias a colectivas ecofeministas, esta obra se reeditó en 2020 y se difunde de nuevo. Es la historia de cómo la humanidad pasó de la concepción de la naturaleza y la vida humana como un todo orgánico a los efectos de una significación de la naturaleza, a partir de la revolución científica, que hoy permite sacar oro de las piedras, envenenándolo todo o matar a personas para aserrar un bosque.
Se trata de una visión macerada a lo largo de 300 años en la que mujeres y la naturaleza fueron concebidas como pasivas y subordinadas y cómo se moldearon los valores y las percepciones de la cultura orientada al mercado. “Nuestro cosmos dejó de ser visto como un organismo y se convirtió en una máquina”, dice Merchant. Está dinámica atroz se denomina también crisis civilizatoria por los efectos del agotamiento de las posibilidades de la vida al acabar con sistemas ecológicos completos. Es la barbarie que el capitalismo determina. ¿Será posible parar esta máquina de muerte?
*Profesora de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México