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Suele pasar con lectores y lectoras de novelas de misterio o con rastreadores de plagios, esos detectives tan temibles. Curiosa estirpe, por cierto: mujeres encorvadas, jóvenes prematuramente encanecidos, admiradores secretos de Lucha Reyes y Julio Jaramillo y “Un fracaso más qué importa”. Ellos y ellas lo han leído todo y ante su presencia la humilde enciclopedia del simple mortal queda reducida al tamaño de una nuez.

Al principio es difícil mantener la calma y no mosquearse ante alguien únicamente capaz de decir es “ese ya lo leí, este también, y aquel igual”. Ya lo leí ya lo leí ya lo leí. Lo increíble es que el alarde no obedece a una charlatanería ni a un reflejo incontenible por darse aires de superioridad, sino a la triste comprobación de una certeza: en efecto, los han leído todos, y sufren. Sufren, pobre gente, porque van por ahí buscando lo nuevo, algún título que se les haya escapado, alguna maldita novelita perdida o por lo menos un miserable capitulillo pasado por alto en su lectura de los dieciséis tomos de la Comedia Humana.

Pero después viene la alegría: este castroso cronista entiende el juego y comienza a maniobrar con la ansiedad de Yaloleí. No le queda más opción que la de inventar títulos de libros inexistentes, que es una manera degradada de homenajear —o de insultar— a Borges y su idea de un posible libro compuesto “por una serie de prólogos de libros que no existen”. Tampoco se trata de inventar así nomás, nada de eso, sino de agregar con un poquito de malicia algunos cuantos títulos a la bibliografía de un autor o autora. ¿Ya leyó Estridencia, de Gombrowicz? ¿Y qué le pareció Jonrón en Tacubaya de Rosario Castellanos? ¿No los leyó?, ¡lástima! Lo vi recién ayer en cierta librería, pero tal vez fue solo mi imaginación.

Y así, tan fácil, en los ojos de esta gente comienza a brillar una chispa esperanzadora capaz de alejarla al menos por un rato de su tristeza bucólica de Yaloleí. Por supuesto, si después Yaloleí —que ha buscado en Internet cualquier rastro de Estridencia—, viene blandiendo un cuchillo dispuesto a ajusticiar al farsante cronista, éste siempre se podrá escudar en la disparidad de las malditas traducciones y depositar todo el peso de la culpa en los hombros de las editoriales españolas. Joder.