loader image

Un testimonio del asesinato de Rubén Jaramillo

 

Paco Guerrero Garro

El 23 de Mayo de 1962 prepare mi uniforme blanco, zapatos y demás para irme a trabajar al Hospital de Balbuena de la Cruz Verde. Cubría los días festivos, vacaciones y cuando faltaba personal, como fue el caso de aquel triste día. Me tocaba ir a cubrir el servicio médico en la Cuarta Delegación, porque el médico de guardia se había reportado enfermo.

En aquella época, vivía en la casa que mis padres tenían en el Pedregal de San Angel, no tenía coche y pensaba tomar un taxi. Caminé al centrito comercial, que estaba cerca de la casa y ahí tomé un pesero a San Angel. De ahí Pensaba tomar un taxi a la Cuarta Delegacion.

Siempre buscaba la segunda edición de las Ultimas Noticias de Excélsior, la compré y leí algo que me dejó helado. En una nota en la parte baja de la portada se leía: Rubén Jaramillo y su familia fueron asesinados en Xochicalco, Morelos (aun guardo el periódico). Fue un choque emocional espantoso, de repente me di cuenta de que estaba yo llorando, leyendo y releyendo la nota. La gente se me quedaba mirando.

Salí a la Avenida Revolución, agarré el primer taxi que pasaba y regresé a la casa, entré corriendo, gritando, “¡mamá, mamá, asesinaron a Rubén!” y le enseñé el periódico, mi madre dio un grito, entre dolor y rabia, “¡no, no, no puede ser!” gritaba, lloraba, caminaba por toda la sala. Entró mi padre y leyó la nota, también lloró, esa fue la primera y única vez que lo vi llorar.

Pasada la conmoción, decidimos que teníamos que ir a Tlalquitenengo, teníamos que ir. Afortunadamente Antonio el chofer de mi papa no se había ido, él conocía también a Rubén, lo había llevado una y otra vez por todo Morelos. También se conmovió. “Antonio -dijo mi madre- tenemos que ir a Tlalquitenango, ¿nos llevas?”, “¡claro, claro señora!” respondió inmediatamente Antonio, “pero no en su coche señora, porque ya lo conocen, mejor, si le parece, en el coche de don Jesús”, un Lincoln azul marino, que nunca había estado por los rumbos del sur de Morelos. Mi padre no quiso ir, el llegaría al día siguiente con mis hermanos Ángel, Pablo, Flora y Devi, que estaban chiquititas.

El camino a Tlalquitenengo se hizo largo, triste, no sabíamos qué íbamos a encontrar. Paramos en Jojutla, para decidir qué hacer, mi madre fue con unos conocidos para ver qué se sabía, pero regresó porque nadie decía nada. Nos estábamos tomando un refresco, cuando oímos “¡Deva, Deva!” era el entrañable, querido, Mónico Rodríguez, el que había llevado, hacia años a Rubén a conocer a mi madre. Se dieron un abrazo, llorando los dos. Lloraban y se preguntaban “¿qué hacemos, que hacemos?”, no sabíamos cómo estaba la situación. Decidimos esperar. Poco a poco, como fantasmas, empezaron a llegar otros compañeros, tristeza y desconcierto, pero nadie sabía qué hacer.

Habíamos visto soldados, Jeeps, en Zacatepec y en un callejón a la entrada de Tlalquitenango, pero nada más estaban ahí, sin hacer nada.

Mi madre le pidió entonces a Antonio, que, como si fuera pasando, siguiera el camino y pasara frente a la casa de Rubén, que se diera, discretamente unas vueltas a ver si había judiciales, policías. Antonio regresó y nos dijo que no había visto nada, no había nadie del gobierno, ni en la plaza.

Aquí los recuerdos se me cuatrapean, creo que lo que pasó fue que Mónico -o alguien más- dijo: “vayamos a casa de Rubén”, si recuerdo bien, mi madre le dijo “¡tú menos que nadie Mónico!, ¿estás loco?, te tienen superfichado”, tal vez fue al día siguiente, la memoria aquí me falla. Pero, hasta donde recuerdo, lo obligaron a quedarse ahí. Temían que también lo levantaran y lo asesinaran. Todos sabían que Mónico era la mano derecha de Rubén, su ideólogo, su organizador y naturalmente el gobierno lo sabía mejor que nadie.

Esperamos horas eternas, angustiosas, pero empezó a llegar información, como en los pueblos, gente caminando como fantasma, que nadie veía, viendo, observando, hasta que estuvimos seguros de que en Tlalquitenengo y concretamente en la zona de la casa de Rubén, no había ni policía, ni ejército.

Como a las doce, mi madre, la mujer más bragada y valiente que nunca he conocido, dijo: “bueno alguien tiene que ir a ver la casa, yo voy con Paco”, ni me pregunto si quería ir, pero ni modo de decir que no. “A mí no me van a hacer nada”, afirmó. Conseguimos una lámpara sorda y Antonio nos llevó y nos dejó a una cuadra, “aquí los espero” dijo. “Si no regresamos le hablas a Jesús” (mi padre) le dijo mi madre.

No entramos por el frente de la casa, sino por atrás, en aquella época había mucha distancia entre casa y casa, nos seguimos por una como barranquilla y entramos a la casa de Rubén, todo estaba tirado, papeles y en medio la madre de Pifa, una viejita parapléjica que estaba sentada en su silla, le salían lágrimas, con la lámpara solo alumbrábamos el suelo, para que no se viera de afuera, mi madre hablo con la viejita, estada deshidratada, no había bebido agua en todo el día, le dimos agua, una tortillas que encontramos, que había que dárselas en la boca. Yo me dediqué a juntar lo que pude, papeles que estaban en el suelo, los puse en un morral de fibra de maguey, que le habían regalado a Rubén, con su nombre, su machete, también con su nombre grabado, su bandera mexicana, la que llevó a sus batallas, vieja y deshilachada, unas guayaberas, su sombrero, su máquina de escribir. Todo esto -menos los papeles y la máquina de escribir-, se los di, ya no me acuerdo a quien, que hizo un pequeño museo en Tlalquitenengo, ahí estuvieron en exhibición, espero que todavía los tengan en resguardo. Su Biblia aun la tengo, con sus anotaciones, es mi gran tesoro.

Mi madre también estuvo juntando papeles, nos despedimos de la mama de Pifa, diciéndole que regresaríamos. Caminamos hasta el coche, pusimos todo en la cajuela y mi madre le dijo a Antonio, “búsquese un lugar medio escondidito, se estaciona ahí para que durmamos un poco”. No pudimos, nos agarró el amanecer. El más triste de mi vida.

Con la luz del día, empezó a llegar la gente, la noticia había llegado a todo Morelos, hombres con semblantes desencajados, tristes, mujeres con ramos de flores, llegaban a pie y en camionetas, en carros viejos, cada vez más y más, pero lo extraño es que había un imponente silencio, nadie hablaba, la tristeza campeaba.

Los familiares de Rubén empezaron a traer agua, café y pronto se organizó, espontáneamente la recibida de los cuerpos. Sabíamos que don Cristóbal Rojas Romero había ido por los cuerpos, había tenido que sortear los anillos que había tendido el ejército y la Policía Judicial del Estado, esperamos y esperamos. En la casa habíamos puesto una mesa grande y dos pequeñas para colocar los ataúdes, afuera, el patio había florecido, de tantos ramos de flores chicos, grandes de flores silvestres de las que vendían en el mercado.

Como a las 11, el gobierno del estado prohibió el transporte público en todo el sur de la entidad, cortaron la luz, había judiciales por todas partes. Pero la gente seguía llegando en camiones de carga, autos abarrotados y hasta a pie, llegaban de todas partes. No se cuánta gente había, pero todas las calles de alrededor de la casa de Rubén estaban a reventar.

A pesar de que Rubén ya era miembro del Partido Comunista Mexicano, el comité central no mandó nadie, solo llegaron uno o dos pero a titulo personal, mi madre les llamó para reclamarles, pero le dijeron que “tácticamente” ¡no era conveniente!

Finalmente ya noche llegaron los cuerpos, para entonces ya había no cientos, sino miles de personas esperando, cuando bajaron los ataúdes de las camionetas, solo se oía el llanto no solo de mujeres sino también de muchos hombres, era un momento de una tristeza tal, que nunca más lo he vivido, colocamos los ataúdes en las mesas, yo le coloque a Rubén su bandera (la que había sacado de su casa, la noche anterior), había velas, cirios, veladoras, pero lo que más había, y mucha, era tristeza: las filas de gente pasaban frente a los ataúdes, veían los cadáveres y lloraban, rezaban, se tapaban el rostro.

Como ya tenían más de 48 horas de muertos, los cadáveres de Rubén y su familia empezaron a oler a descompuesto, se les pido a los vecinos cebollas y sal, fueron a sus casas y trajeron todas las que tenían, algunos hasta fueron al mercado. Al amanecer del día siguiente fuimos a terminar de cavar la fosa donde se iban a sepultar a la familia Jaramillo, estuvimos escarbando y escarbando, la tierra estaba dura como si sintiera, ella también, el dolor. Acabamos, era una fosa grande, honda, donde habían de caber los cinco.

Finalmente, llevamos los ataúdes al panteón, yo cargue, entre otros cinco el ataúd de Rubén, otros cambiaron, yo no, el llanto, la tristeza, el coraje, me dieron la fuerza de llevar sobre mi hombro a quien tanto quise, admiré y respeté.

Cuando empezamos a echar las paletadas de tierra sobre la fosa solo se oía todavía el llanto, mientras se cantaba el Himno Nacional. Nunca lo he vuelto a oír de manera tan emotiva, triste y hermosa.

*Título de la redacción