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Germán R Muñoz G*

Ni esclavos ni subordinados, los gatos conquistaron -desde hace mucho tiempo- el corazón humano bajo sus propias condiciones. Para ellos es ajeno el término “mascotas” que, para el entendimiento humano, tan bien asumen los canes y algunos otros seres que prefieren llévasela bien con los bípedos que hablan, así son las ovejas, las vacas y alguno que otro carnero y, últimamente, los cerdos, pero no porque quieran la mayor parte de las veces, sino porque no tienen de otra.

En los anales de la historia humana, pocos vínculos con animales han sido tan sutiles y a la vez profundos como el que compartimos con los gatos. A diferencia del perro —domesticado por el hombre para tareas específicas desde tiempos prehistóricos—, el gato eligió acompañarnos. Lo hizo no por sometimiento, sino por conveniencia, en un pacto no escrito que se remonta a más de 9 mil años.

Se cree que fue en el Creciente Fértil, en regiones que hoy forman parte de Turquía, Irak y Egipto, donde los gatos silvestres del tipo Felis lybica comenzaron a acercarse a los primeros asentamientos humanos. La razón era sencilla: los graneros almacenaban cereales, los cereales atraían ratones, y los gatos terminaron encontrando algo más que comida: un hogar.

En esta convivencia fortuita, los humanos también salieron ganando. Las poblaciones de roedores disminuyeron y los gatos, discretos y autosuficientes, no exigían más que respeto y algo de espacio. Con el tiempo, su imagen se elevó al grado de que en el Egipto antiguo, eran venerados como criaturas sagradas, símbolos de protección y fertilidad. En otras culturas, como la japonesa o la nórdica, se les atribuían cualidades místicas o mágicas, como guardianes del mundo espiritual o compañeros de dioses. Y, por eso, mejor no te metías con ellos.

Como el Homo Sapiens, el Felis lybrica salió de África

El gato que hoy duerme en nuestros sillones se pasea por los teclados y exige mimos entre siestas, es descendiente directo del Felis silvestris lybica, el gato salvaje africano. A diferencia de otras especies domesticadas, el gato apenas ha cambiado en miles de años. No perdió del todo su instinto cazador, ni su temperamento independiente. La domesticación fue un proceso de adaptación mutua más que de modificación genética intensa y premeditada, como es el caso de los perros.

La expansión de los gatos domésticos acompañó la peregrinación humana. Los marineros los llevaban en sus barcos como controladores de plagas, y así llegaron a Europa, Asia, América y Oceanía. Su capacidad de adaptarse a entornos diversos, desde los pisos urbanos hasta granjas rurales, les permitió arraigarse profundamente en casi todas las culturas.

Lo que el gato da sin que se lo pidan

Aunque se suele decir que un gato “no sirve para nada” en comparación con otras mascotas más “útiles”, como los perros guía o los animales de carga, esta afirmación es, por lo menos, un grave error de apreciación. La utilidad de un gato no está en lo que hace por órdenes humanas, sino en lo que ofrece por presencia y por su propia voluntad, sin necesidad de que nadie le enseñe nada.

Numerosos estudios han documentado que convivir con gatos reduce los niveles de ansiedad, mejora el estado de ánimo y disminuye el riesgo de enfermedades cardiovasculares. Su ronroneo, un sonido que vibra entre los 20 y los 140 Hz, se ha asociado con efectos terapéuticos: desde la relajación hasta la recuperación de tejidos en humanos. Algunos investigadores sostienen que este ronroneo es una forma de “auto-reparación” que también puede beneficiar a quienes los rodean.

Además, en contextos rurales o en ciertas zonas urbanas, los gatos aún cumplen un rol original en el control de plagas, desde cucarachas hasta ratas. Pero más allá de lo práctico, lo que ofrecen es compañía sin invasión, afecto sin asfixia, y una forma de vínculo que respeta la autonomía del otro.

Son geniales, pero ¿es una buena mascota?

Responder a esta pregunta exige cambiar el enfoque. Porque en rigor, el gato no es una “mascota” en el sentido tradicional de la palabra. No es un ser que se domestica completamente ni que espera instrucciones. Es un compañero, siempre y cuando sea bajo sus condiciones que, por cierto, no exigen que su “amo” se pare de cabeza.

Para quien valora la independencia, los silencios compartidos y la ternura sin empalago, un gato puede ser el mejor de los compañeros. No necesita paseos constantes, ni entrenamiento, ni atención continua. Pero esto no quiere decir que sea una mascota “fácil”. Requiere cuidados específicos: una alimentación adecuada, enriquecimiento ambiental, visitas veterinarias, esterilización y respeto por su espacio y sus tiempos.

Además, no es cierto que los gatos sean fríos o distantes: desarrollan muy profundos lazos con “sus” humanos, buscan su atención, duermen junto a ellos y hasta los siguen por toda la casa. Pero todo ocurre bajo un contrato implícito de mutua libertad.

No para cualquiera

Adoptar un gato no es para todos. Quienes buscan obediencia, sumisión o un animal que siempre esté dispuesto a jugar, deben buscar en otro lado. Un gato es más parecido a tener un room mate de otra especie que a tener una mascota convencional que venga corriendo cuando le hablamos o nos siga con la mirada desde el presidio de la jaula o la pecera. Aceptarlo implica convivir con sus demandas: horarios impredecibles, rachas de cariño y rachas de distancia, una inquebrantable determinación por hacer lo que les venga en gana, y el entendimiento de que le gusta agarrar -literalmente- y morder -suavemente- en lugar de menear la cola.

También se requiere una vivienda adecuada. Algunos gatos sufren en espacios muy reducidos o en hogares caóticos. Otros se estresan con niños pequeños o con personas muy invasivas. Cada gato tiene una personalidad distinta: algunos son sociables y cariñosos, otros, solitarios e incluso ariscos. Pero, como la gente, hay gatos para todos los ambientes.

Lo importante es entender que en la convivencia con un gato no hay “domesticación”, sino la construcción de una relación en la que ambas partes aprenden del otro y donde el amor no se impone: se gana.

Los gatos no tienen dueño sino testigos de confianza. En una época marcada por la inmediatez, los gatos nos invitan a una forma distinta de ser. Nos enseñan a disfrutar del momento presente, a valorar la calma, a observar sin intervenir. No nos siguen por sumisión, sino por elección. Y quizá por eso, cuando un gato elige dormir sobre nuestras piernas o frotarse contra nuestras manos, sentimos que, genuinamente, hemos alcanzado los méritos suficientes para ser amados.

Al final de cuentas, los gatos no viven “con nosotros”: nos permiten vivir con ellos, a veces en el pasillo, otras en el balcón, pero siempre vale la pena.

*Gatófilo

Germán Muñoz