Lo inverosímil de la poesía

 

Hace muchos años fui testigo de una escena que pocas veces cuento. Es una historia demasiado cursi e incluso inverosímil. Suena a invento, a algo que un poeta podría fabricar pero juro que pasó tal y como lo contaré.

Yo vivía en Jiutepec en la casa de mi infancia. En la misma calle había una escuela muy grande. Cuando salí eran cerca de las doce del día. Al abrir el portón vi a una niña, de unos siete u ocho años, tendida en una jardinera. Recuerdo que el color moreno de su piel contrastaba con su vestido blanquísimo. Sin duda pensé que era una aparición. Estaba tirada en el suelo, muy quieta. El asombro dio paso al pánico. ¿Está muerta?, me pregunté, aun sosteniendo la puerta, con un pie dentro de mi casa. Tal vez sólo está herida, deshidratada. Era un día caluroso. Quizá el sueño la venció o se desmayó. Una voz me sacó del curso de mis pensamientos. Era un hombre del mismo tono de piel de la niña. Estaba unos pasos más adelante. La miraba con desesperación, como si tuviera prisa y no estuviera para juegos. “Párate, niña, ya vámonos”, le decía. Pero la niña parecía no atender. Seguía absorta en una quietud muy atenta. Otro hombre intervino, más joven, con voz calma. “Déjala en paz”, le dijo. “Ya es tarde, ¿qué es lo que está haciendo?”, inquirió el primero. En ese momento asumí que el hombre desesperado era su padre y el hombre calmo, su tío. El tío la miró con muchísima ternura. Por supuesto yo llevaba ya mucho tiempo parado en la puerta, incapaz de moverme hasta conocer el desenlace. “Está escuchando cómo nacen los volcanes”, declaró el hombre calmo. El rostro del hombre desesperado cambió al escucharlo. Su prisa se disipó y de pronto, la niña se levantó y los tres se marcharon en silencio. Nadie me va a creer, pensé.

Muchas veces regreso a ese recuerdo. Las pocas veces que lo he contado, uso la historia para hablar de cómo la poesía se manifiesta e irrumpe en la cotidianidad. Son instantes que podrían pasar absolutamente desapercibidos si no existe un testigo que testimonie. Para mí, hay belleza en ese momento. Pero también es una belleza casi inexistente en el mundo que habitamos, es tan difícil de aceptar.

Uno de los artistas que más he disfrutado oír hablar sobre arte y sobre su propia obra es el cineasta William Friedkin. En un documental sobre la filmación de The Exorcist que lleva por nombre Leap of Faith, en la que revela sus preocupaciones e inspiraciones, habla de un concepto que él llama notas de gracia. Lo hace al analizar un cuadro de Vermeer en el que un pequeño rayo de luz ilumina la esquina de un edificio en la ciudad de Delft. “Oh, es una cosita tan inesperada. Encuentro eso tan simple y tan profundamente conmovedor. No es sólo una pizca de realidad. Es una pequeña nota de gracia”.

En la obra de Michele Petit encuentro constantemente notas de gracia. En su magnífico libro Leer el mundo cuenta una anécdota de Mirta Colángelo, una educadora por el arte argentina, “poeta en todo lo que hacía”.

La anécdota ocurre en un taller de lectura y escritura, con chicos de 8 o 9 años. Después de leer “La botella que flotó durante veinte años”, en la que Laura Devetach cuenta el periplo de aquel objeto desde una playa de Brasil hasta las costas del mar del Norte, Colángelo le propuso a los niños que tiraran botellas en el mar con mensajes para encontrar amigos.

Algún tiempo después, Jorge Pérez, un obrero de un puerto más alejado, encontró una de las botellas. Acababa de perder su trabajo y caminaba sin saber bien adonde iba cuando vio esa botella entre los juncos que contenía unos papeles. La rompió contra una piedra. Los dibujos representaban soles y gaviotas, y la carta decía: “Hola, soy Martín. Yo tengo 8 años. A mí me gustan los nioquis, los huebos fritos y el color berde. A mí me gusta dibujar. Busco un amigo por los caminos del agua”.

Aquel mensaje causó una profunda impresión en Jorge Pérez. Cada año celebra el aniversario del día en que recogió esa botella. Además instaló un kiosco que lleva el mismo nombre que el taller de lectura, “La casa del sol albañil”, y más tarde supo que el escritor Eduardo Galeano había contado el periplo del mensaje en unos de sus textos. Esta es otra historia inverosímil sobre cómo la poesía incide en la vida o acaso una nimia nota de gracia que otro testigo testimonia.