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Davo Valdés de la Campa

Hace poco la historiador e investigadora Adriana Cortés compartió en Twitter el texto Imágenes pese a todo: memorial visual del Holocausto de Georges Didi-Huberman acompañado de una reflexión sobre la importancia de las fotografías como material de la memoria colectiva sobre las atrocidades acontecidas durante la Segunda Guerra Mundial. Por supuesto me hizo pensar en el valor que actualmente le damos a las imágenes. El texto aborda una serie de fotografías que se tomaron de manera clandestina por prisioneros judíos en las infames cámaras de gas en los campos de concentración nazi. Frente a la idea atroz de la “Solución final”, es decir, la desaparición sistemática de una cultura, la imagen fotográfica surgía “en la unión de la desaparición próxima de testigo y la irrepresentabilidad del testimonio” para arrebatar una imagen a esta realidad. Dice Didi-Huberman:

En lo más profundo de esa desesperanza fundamental, la llamada a resistir probablemente se desprendió de los propios individuos, destinados a desaparecer, para fijarse en señales susceptibles de ser emitidas más allá de las fronteras del campo

En una conferencia en la que Derrida explora la poesía de Celan y la aparente incapacidad de representar lo acontecido en Auschwitz, el filósofo francés utiliza el verso: “Nadie / testimonia / por el testigo” para problematizar la narración de las atrocidades del Holocausto. Ante la ignorancia de los hechos del mundo exterior, ¿quién podría asegurar y corroborar el inmenso sufrimiento padecido en los campos de concentración si aquellos capaces de testimoniar por los testigos eran ya ceniza?

Lo que distingue un acto de testimonio de la simple transmisión de conocimiento, de la simple información, de la simple constancia o de la mera manifestación de la verdad teórica, es que alguien se compromete a decir o a manifestar para otro, para uno o varios destinatarios, algo, una verdad, un sentido que se hizo o se hace de alguna manera presente al testigo, pero al testigo único e irreemplazable […].

Ese compromiso tuvo que venir desde el mismo corazón de las tinieblas. En la incertidumbre constante de estar a un paso de la muerte y cerca del genocidio y la desaparición, los prisioneros judíos asumieron el riesgo de preservar su testimonio más allá de la muerte y dejar evidencia de lo innombrable. Eso significan esas fotografías. Es acaso la prueba que garantiza que sus voces y cuerpos incinerados se escuchen y hagan frente al esfuerzo de borrar no sólo a un pueblo, sino al crimen mismo. No en vano los soldados nazis intentaron derribar y quemar las mismas fosas de incineración y esparcieron las cenizas de mujeres y hombres en el terreno de los bosques circundantes.

Las condiciones en las que esas imágenes se realizaron, sobra decir, fueron extremas. A simple vista no muestran mucho. Algunas están desenfocadas, otras oscurecidas por el humo de las cámaras de gas o los objetivos están lejos y apenas perceptibles, no obstante, son lo que Hannah Arendt denomina “instantes de verdad”:

Estas cuatro imágenes arrebatadas a lo real de Auschwitz manifiestan bien esta condición paradójica: inmediatez de la mónada (son instantáneas, como se suele decir, unos «datas inmediatos» e impersonales de un cierto estado de horror fijado por la luz) y complejidad del montaje intrínseco (probablemente fue preciso elaborar un plan colectivo para realizar la toma de vista, una «previsión». y cada secuencia construye una respuesta específica a las dificultades de visibilidad: arrebatar la imagen escondiéndose en la cámara de gas, arrebatar la imagen escondiendo el aparato en su mano o en su ropa). Verdad (ante esto, estamos irrefutablemente en el ojo mismo del ciclón) y oscuridad (el humo oculta la estructura de las fosas, el movimiento del fotógrafo vuelve borroso y casi incomprensible todo lo que ocurre en el bosque de abedules).

Didi-Huberman afirma que a veces le pedimos demasiado o demasiado poco a las imágenes. Si las usamos para decir toda la verdad, sufriremos una decepción y por otro lado, si le pedimos demasiado poco las relegamos al terreno del simulacro, es decir, le negamos su capacidad documental. Lo que es verdad es que esas imágenes son el equivalente de la enunciación en la palabra de un testigo: “sus suspensos, sus silencios, la gravedad de su tono”.

Cuando decimos de la última fotografía que simplemente «no tiene ninguna utilidad» -histórica, por supuesto-, estamos olvidando todo el testimonio que, fenomenológicamente, nos ofrece del propio fotógrafo: la imposibilidad de enfocar, el riesgo que corrió, la urgencia, la carrera que quizá tuvo que emprender, la poca destreza, el deslumbramiento por el sol de cara, al jaleo, quizás. Esta imagen está, formalmente, sin aliento: como pura «enunciación, puro gesto, puro acto fotográfico sin enfoque (así pues, sin orientación, sin arriba y abajo), nos permite comprender la condición de urgencia en la que fueron arrebatados cuatro fragmentos al infierno de Auschwitz. Desde entonces, esta urgencia también forma parte de la historia.

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