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Por Raúl Silva de la Mora*

Las novelas, novelas son. Cualquier cosa puede ocurrir en ellas, lo quiera o no su autor. Los hilos secretos que se tienden en sus construcciones no responden a ningún otro designio que no sea el de lo misterioso y lo azaroso. Escribir ficciones es una forma de rebelión, la elocuente posibilidad de contradecir a la realidad, pero también de invocar a nuestros fantasmas para ajustar cuentas. Una novela, viéndolo bien, es un diván que nos convoca para que digamos lo indecible.

Como lector, mucho tengo que agradecerles a las novelas. También a los cuentos y a los poemas. Pero, sobre todo, a mi madre. En el origen de esa inclinación por la lectura la reconozco a ella, porque en mis primeros años como escolapio facilitó mi conversión, subsidiando generosamente una suscripción al “rotativo deportivo más antiguo de América Latina”, cuyas páginas se imprimían en papel sepia, con un nombre que sonaba contundente: Esto. Mi pasión hacía el fútbol, sobre todo porque lo practicaba, contribuyó para hacer de mi un buscador de historias. Yo tenía 10 años y cuando salía de la primaria 18 de marzo, en Tlaltenango, cruzaba la calle para llegar al puesto de periódicos, donde una anciana de mirada estrábica me recibía sonriente con el Esto en sus manos.

La lectura de ese rotativo, pero también mis lecturas de Memín Pinguín, Tom y Jerry, Daniel el travieso, Kaliman, entre muchas otras, me llevaron a nuevas experiencias. La más esencial de ellas se dió gracias a Felipe Galindo (Feggo), un amigo de la infancia en el barrio de San Jerónimo, quien me prestó varios ejemplares de una historieta que desbordaba los confines del entretenimiento, para sumergirse en las peligrosas aguas de la conciencia social: Los supermachos de Rius, en el muy simbólico 1968. Justo ese año, en un episodio no muy claro, pero si con tufo a censura, Eduardo del Río (Rius) debió renunciar a su mundo de San Garabato de las Tunas, para inventar Chayotitlán en Los agachados. Con esas lecturas me nació la conciencia. Rius se convirtió en un sabio mentor que me llevó a volverme ateo y vegetariano, prácticas que mis padres recibieron con horror.

Poco después llegaron las novelas, los cuentos, los versos, los ensayos… Pero mucho antes, lo acabo de recordar, está un poema de Jaime Torres Bodet, que más por su extensión breve que por sus intensidades líricas, me llevó a que lo aprendiera de memoria para una clase en tercero de primaria. Todavía guardó en mi memoria sus primeras líneas: “La mañana está de fiesta / porque me has besado tú / y al contacto de tu boca / todo el cielo se hace azul”. Cuento esta historia porque la considero una ramificación de mis búsquedas como lector.

Fue en la escuela secundaria donde leer comenzó a darse de una manera más metódica. No había de otra, porque de ello dependía la calificación. De esas lecturas recuerdo dos que de alguna manera justificaron su imposición a través del gozo que me provocaron: El periquillo sarniento, de José Joaquín Fernández de Lizardi, y la Historia de la vida del buscón llamado Don Pablos, de Francisco de Quevedo. A través de ellas descubrí lo esencial que es el sentido del humor cuando de contar historias se trata. El vértigo de la realidad y sus remansos, cuando se hilvanan invocando la sonrisa, la risa y la plena carcajada, suelen alimentar gozosamente el presente y la memoria. Lástima que el sentido de la obligación, en las escuelas, haya provocado deserciones masivas de lectores.

La época de la preparatoria estuvo marcada por la lectura de Cien años de soledad, esa deslumbrante novela que llegó a mis manos por contagio familiar. Entre las amigas y amigos de mis padres, que no eran precisamente ávidos lectores, García Márquez se había convertido en una moda. Ya sé que esto suena a lugar común, porque la epopeya del coronel Aureliano Buendía, sus hijos José Arcadio, Amaranta, Aureliano y el inverosímil gitano Melquiades, entre tantos otros, se desplegó profusamente por esos años. Para mí, fue un hallazgo que me hizo descubrir la invención desaforada como un recurso para hacer la vida más entretenida.

Pero aquí suspendo estas evocaciones, pinceladas de mi vida como lector. Por mi sangre, me atrevería a decir, corren un sin fin de historias que he leído y que me han convertido en la persona que soy.

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*Raúl Silva de la Mora escribe, produce radio y traduce literatura. Colabora para Radio Bilingüe de Estados Unidos y forma parte de una tentativa para crear la primera radio comunitaria de Cuernavaca: Campo Ciudad.​​​​

Salvador Dalí. Leyendo a Fausto.