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Por Cafeólogo

Los cafeteros nos aseguramos de tener buen café en casa. Para nosotros mismos, para la familia, para las visitas. Escogemos aquello que nos gusta, que nos conforta, nos surtimos con bolsas en grano o molido del café que nos hace feliz. O en el trabajo, si está en nuestras manos elegir el café que tomaremos mientras trabajamos, lo haremos con cuidado e interés, porque sabemos que no sólo nuestro paladar se verá recompensado, sino incluso el trabajo que hacemos saldrá mucho mejor si podemos tener una buena taza de café al lado. Aunque, ahora que lo pienso con calma, sospecho que la capacidad de decisión que tenemos más allá del café de casa, por ejemplo en el trabajo, es limitada. Pero incluso ahí, buscamos cerca del trabajo, en el trayecto a él, un lugar donde asegurarnos una buena taza, buscamos una cafetería, un punto de venta, o un vendedor, que nos garantice que seguiremos nuestro camino con buen sabor de boca.

Sin embargo, la experiencia contrasta mucho cuando salimos de esos círculos de control y de confianza que son la casa y el trabajo y el camino entre ambos. Más allá de esos espacios, muchas veces, las más de las veces, un buen café brilla por su ausencia. Pienso por ejemplo en los hoteles, en los restaurantes donde toca almorzar o cenar cuando uno anda en gira -por la razón que sea-, en las oficinas de trámites, pienso en los aeropuertos y las centrales de autotransporte, pienso en las carreteras, y me puedo seguir pensando en todos esos sitios donde uno quiere un buen café y este nomás no aparece. En todas esas situaciones donde un poco de apapacho en una taza se anhela, no hay buen café; en todos esos espacios donde requerimos un sorbo de placer y energía que no agreda al paladar, ahí no es sencillo dar con un buen servicio de café.

Y de todos ellos, destaco especialmente los que se dedican principalmente a la hospitalidad: los hoteles y posadas, los restaurantes y fondas, los hospitales, aeropuertos y terminales de transporte. Su misión compartida es cuidar de las personas que atienden, su común denominador es recibir cada día cientos o miles de nómadas que ocupan cosas buenas y que restauren el cuerpo y el espíritu; y ahí donde el café podría ser la joya de la corona, junto a una buena almohada, una silla cómoda o un gesto amable, ahí el café suele ser una amarga experiencia.

¡Cuánto más grato sería esperar en una sala con un buen café en mano! ¡Qué maravilla que el café del desayuno del restaurante fuera una delicia! ¡Qué memorables vacaciones, o jornadas de trabajo, o tránsitos y estancias habrían si tan sólo no se despreciara, escatimara, desestimara, olvidara o ignorara que el café que tantos bebemos en el mundo fuera de una buena calidad!

Por eso, cuando me encuentro en esas situaciones o escenarios, no pido café. No tengo necesidad, no me arruino el día, no dejo que un mal potaje haga menos amable mi tránsito o estancia. Porque si voy a tomar una taza de café, será porque la disfruto y porque lo vale. Así las cosas, el café para mí lejos de ser una necesidad, es una elección.