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CÁMBAROS INVASORES

José Iturriaga de la Fuente

Cerca de las costas y esteros de Tabasco son famosas las corridas de cangrejos, esto es cuando en cierta época del año salen a millares de las aguas estuarinas e invaden las zonas terrestres aledañas, en busca del mar. En los caminos se encuentran cientos de ellos apachurrados por los vehículos. Una vez me tocó en suerte circular por la pequeña carretera que transcurre entre la laguna de Mecoacán y el Golfo de México, cuando tuvo lugar uno de estos fenómenos naturales. Iba yo solo ese sábado, manejando un vocho, paseando después de un par de días de trabajo.

Me detuve junto a una casita ribereña de pescadores al lado de la albufera y pregunté a un señor dónde podría comprar una buena cantidad de cangrejos para llevar. Me dijo que él mismo me los vendía. Cuando inquirí acerca de algún lugar para conseguir una hielera, se rio del citadino y me sugirió: “Lléveselos vivos, así le duran mucho más”. Pues trato hecho; compré un gran costal maicero de ixtle lleno de cangrejos, como cien deben haber sido. Eran de esa especie grande que tiene el caparazón muy alto y con tonalidades azules. Como en la minúscula cajuela de ese tipo de coches no cabe un saco así, lo colocamos junto a mí, en el asiento del copiloto.

Ya estaba anocheciendo y tenía que llegar al aeropuerto de Villahermosa para volar a México, de manera que emprendí el camino. Todo el día de solaz había manejado descalzo y en shorts, con una ligera camisa abierta, por el extremo calor. De pronto, circulando ya oscura la noche, al acelerar no logré que el pedal bajara hasta el fondo, pues algo estorbaba; casi al mismo tiempo un objeto en movimiento me rozó el otro pie. Haciendo una acrobacia improvisada, levanté ambas piernas del suelo y las sostuve en el aire, en vilo bajo el volante; con la mano izquierda conduje el auto y con la derecha levanté al tope el freno de mano, orillándome en el acotamiento. En cuanto se detuvo el coche, abrí la puerta y salí de un brinco.

Obviamente, algunos cangrejos habían logrado escapar entre las costuras, mal hechas, del costal. Lo primero que hice fue recuperar mis zapatos y ponérmelos, pues la fauna de Tabasco no es como para andar descalzo de noche en despoblado. Luego maté con un palo a los varios desertores y los eché afuera (no era el caso querer atraparlos vivos con esas amenazantes tenazas que blandían en mi contra, algunas más grandes que su propio cuerpo). Luego apreté los amarres del bulto y seguí mi camino al aeropuerto, previa escala en alguna gasolinera para vestirme bien y peinarme. Documenté mi cargamento sin ningún problema (todavía no se arrodillaban las autoridades mexicanas ante las exigencias de Bush para combatir el terrorismo que sólo su belicoso país, y no el nuestro, provoca y padece). Solamente me preguntó el amable empleado de la aerolínea: “¿Es frágil su carga?”. “-No, para nada-“.

Ya en el aeropuerto de la ciudad de México, esperaba a mi futuro banquete encostalado, parado junto a la banda móvil transportadora de equipajes, cuando una señora pegó un alarido. Luego otros gritos y risas. Entre las maletas de los pasajeros caminaban unas raras y grandes jaibas, mostrando sus armas naturales como un perro que enseña los dientes. Rápidamente me conseguí un maletero con su diablito y le ordené: “¡Ese!”, señalando al costal, que por fortuna no dejaba ver su contenido, algo mermado. En el taxi que tomé a la casa, por supuesto que mi valioso cargamento se fue en la cajuela. No supe si el taxista se llevó algún susto o pellizco posterior.

Al día siguiente, domingo, reunimos a toda la familia y celebramos la más generosa cangrejeada que pude soñar. Sólo herví los crustáceos y nos los fuimos comiendo a lo largo de un par de horas, con limón y sal.

Afecto como soy más a los lugares populares que a los de postín, en Cuernavaca vamos mucho a los cocteles campechanos instalados a la orilla de la carretera a Tepoztlán, justo pasando la entrada a Los Limoneros, ¡buenísimos! y por supuesto muy frescos. Y ni hablar de la clásica “Mariscos Tía Licha” en la Barona o sus sucursales…

Al tema de pescados y mariscos vendría bien recordar algunos refranes: Camarón que se duerme, se lo lleva la corriente o, lo que es lo mismo, Al pescado dormilón, se lo traga el tiburón. A río revuelto, ganancia de pescadores. Para mentir y comer pescado, se necesita mucho cuidado. El pescador de caña, más come que gana. Carne y pescado en la misma comida, acorta la vida. Qué le hace el agua al pescado. Del mar, el mero, y de la tierra, el cordero. Muy español es El que quiera peces, que se moje el culo, o también, menos disonante: Al gato le gusta comer pescado, pero no le gusta mojarse las patas.

Más críptico resulta Pescado los viernes o es fiesta en ciernes. Esta sentencia alude a que los viernes son “día de guardar”, de hacer ayuno religioso, de no comer carne roja, pues la tradición dice que la crucifixión de Jesús fue justamente un viernes, hoy llamado Santo. Y el refrán debe haber surgido en tierras lejanas al mar, pues allí donde el pescado no es cotidiano, cuando llega a servirse o es vigilia o es fiesta.

Igualmente enigmático pudiera parecer Huelen más los garbanzos de mi vecina que el pescado en mi cocina. Sucede que, a veces, se antoje más la comida de otras casas, que la del propio hogar. Quizá es para variarle, por la novedad, en la variedad está el gusto, para probar otra sazón. A la larga, el dulce amarga. Gallina todos los días, amarga la cocina.