DE UN HERMANO Y UN HIJO

 

De visita en casa de mi hermano Renato, aquí en Cuernavaca, generoso y hospitalario como era, me dijo que me sirviera lo que quisiera de su bar, que no importaba que fuera una botella cerrada, que la abriera si se me antojaba. Hurgando en los rincones, encontré un oporto a todas luces viejo, muy prometedor. Tomé la botella y la abrí, por cierto, que, por la misma edad, el corcho se deshizo, sin pasar a mayores.

Llegué a la terraza donde se encontraba el grupo, armado con la botella y un vaso old fashion con hielos, para tomarme el rico licor portugués on the rocks. Renato casi perdió la compostura, a todas luces molesto, reclamándome cómo me había atrevido a abrir semejante botella. Resulta que, en algún viaje a Europa, hacía años, había comprado tres botellas de oporto de las cosechas correspondientes a los años de nacimiento de cada uno de sus tres hijos mayores. Los dos varones ya custodiaban la suya –para su fortuna- pero la de mi sobrina Eugenia la guardaba todavía su papá. Yo nunca vi –hasta ese momento embarazoso- que la etiqueta de la botella ostentaba una fecha de hacía 35 años.

Mariana, esposa de Renato, con esa finura y amabilidad que la caracteriza, trataba –finalmente con éxito- de atemperar a mi hermano. Entre las risas de todos, poco a poco asimiló la pérdida (que fue ganancia para los demás, pues nos acabamos el oporto; no era el caso desaprovechar tan excepcional ocasión de disfrutar ese licor privilegiado por el tiempo).

Haciendo de tripas corazón, Renato sacó el celular y telefoneó a su hija, que vive en Mérida; le explicó en pocas palabras el desaguisado que acababa yo de cometer. Eugenita, tan ligera de carácter como siempre, lo escuchó sin darle mayor importancia; tomé la llamada y me dijo que le daba mucho gusto que lo hubiéramos disfrutado tanto (lo cual era rigurosamente cierto –digo, lo del disfrute-).

En posteriores ocasiones, Renato siguió tan atento y generoso como siempre, y me ofrecía una variada gama de opciones para beber (aunque con buen cuidado de servirme él mismo).

* * *

En el verano de 2008, fuimos a China Silvia, Emiliano y yo. En Pekín encontramos un tianguis de alimentos exóticos enfocado a turistas, por las olimpiadas que estaban próximas a celebrarse. En todo caso, aunque menos misterioso que otros sitios de ese país, era un lugar extraordinario. Mi esposa por supuesto que solo se dedicó a vernos, pero mi hijo y yo probamos de todo lo más desconocido que hallamos.

Los más diversos animales se ensartan en delgadas brochetas de madera, luego se fríen y ya para comerlos les espolvorean sal revuelta con especias molidas, rojizas. Volví a comer alacranes, ¡deliciosos!, en cambio los escorpiones, que tanto se les parecen, pero mucho más grandes y con una dura cáscara o coraza, me gustaron menos. En una brocheta cabían cuatro o cinco alacranes, en tanto que solo un escorpión.

Sabrosos eran también los hipocampos o caballitos de mar y las estrellas marinas, aunque las palmas se las llevaron los capullos de mariposa con sus larvas adentro; había de dos tamaños, ambos exquisitos. El capullo dorado queda crocante y el relleno de larva se convierte en una pasta suave, como sápida mantequilla de extraño y delicado sabor.

En las afueras de Shanghái fuimos a un mercado de alimentos, éste sí para chinos, y entre otras delicias había una enorme palangana llena de ranas guisadas, no solo las ancas, sino el cuerpo entero. Otra contenía muchas decenas de cabezas de pato como adobadas. Había también brochetas de pajaritos asados.

En la misma ciudad fuimos una mañana muy temprano a otro mercado de víveres, un tianguis que se desarrollaba serpenteante por pequeñas callecitas. Vendían tortugas vivas de varios tamaños, unas enormes ranas, ya muertas y limpias para ser cocinadas, y en cubetas ofrecían decenas de anguilas vivas que daban la impresión de estar hirviendo, por su movimiento incesante. Emiliano, que es muy animalero, me insistió que le comprara un par (no con fines culinarios, sino de mascota) y como Silvia se había quedado en el hotel, pude acceder; en una bolsa de plástico, con un poco de agua, colocaron dos anguilas como de 50 centímetros cada una. Por estar sacándolas allí mismo en el mercado para verlas, una se le escapó entre los pies de la gente y jamás la recuperamos. Con la otra regresamos al hotel y, previo regaño de mi mujer a ambos, la instalamos en un basurero de plástico que había en el baño. Emiliano planeaba traerla a México, metida subrepticiamente en la bolsa de su chamarra; yo no estaba seguro de qué hacer, aunque acepté que la trajera con la advertencia de que, si lo descubrían, yo diría que no estaba enterado de la penosa situación. Entonces de 14 años, no podía pasar nada más grave que una reprimenda.

El azar nos liberó de semejante predicamento. Al tercer día, la anguila ya no se movía dentro del agua de su basurero, por más que mi hijo la instaba a ello. Ante la pequeña tragedia, no quedó más remedio que lanzar el cadáver al excusado y, cuando ya iba a jalar la palanca para desaguarlo, el mañoso animal se empezó a agitar con energía, quién sabe si temeroso y pesimista de su inminente destino o justamente feliz al ver próxima una posible salida hacia la libertad. Emiliano ya se remangaba para meter la mano en la taza a fin de recuperar su mascota, pero eso sí se lo prohibí; por fin le jalé y nunca supimos más de la anguila.

Imagen: Publicaciones del Agua 2023