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ME VOY PA’L NORTE

 

El principal mestizaje entre los indígenas norteamericanos y los españoles se dio en Mesoamérica (desde el centro de México hasta Honduras), pues era allí donde los indios constituían civilizaciones sedentarias. En cambio, en Aridoamérica (el norte de México y sur de Estados Unidos) no hubo facilidades para ese mestizaje, por la condición seminómada de los habitantes originarios. Estos últimos eran llamados bárbaros por los españoles y por los mestizos; desatado el círculo vicioso de la violencia, ciertamente que todos lo eran: los indígenas robaban ganado y asolaban a las poblaciones, quitando las cabelleras a los enemigos muertos y a los prisioneros todavía vivos. Los “blancos” organizaban cacerías de indios y las autoridades llegaron a ponerle precio a cada cabellera de apache que fuera entregada. Esto sucedió en Chihuahua todavía en 1850.

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No obstante la casi inexistencia de mestizaje racial o genético en esas regiones septentrionales mexicanas, sí lo hubo de carácter cultural. Los hábitos alimenticios de españoles y de mestizos ya mexicanos necesariamente se aclimataron a las condiciones de esas tierras semidesérticas a las que arribaban, cuyas características de biodiversidad botánica y zoológica son notables, si bien muy diferentes a las del resto del país. El resultado no es, por cierto, la grosera expresión tan repetida de que donde empieza la carne asada acaba la cultura.

La gastronomía de los estados norteños de México es extraordinaria, aunque no tenga la diversidad de la de las regiones tropicales y subtropicales. Ello es obvio: es cocina del semidesierto y a veces del desierto mismo. Desde la fascinante riqueza del Golfo de California –que es considerado como un “acuario”, reserva de la humanidad-, aportadora de lujos para las mejores mesas (langostas, callo de hacha, abulón) hasta los exquisitos cabritos del noreste mexicano (espaldilla o paleta, riñonada, pierna), las cocinas norteñas son ricas en los dos sentidos de la palabra, aunque –por supuesto- tienen particularidades diferentes entre sí y con respecto al resto del país.

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Los carritos que en las calles de La Paz venden tacos de mariscos (camarón, langosta, pulpo, pescado, almeja, rebosados) con una gran variedad de salsas para escoger, en nada se parecen (salvo en las ruedas) a los de Ensenada que venden deliciosos cocteles de mariscos. Los steaks de abulón fresco que todavía se pueden probar en los mejores restoranes de esa última ciudad abren un amplio abanico gustativo bajacaliforniano que pasa por el borsch de un restorán ruso de Valle de Guadalupe –sitio de asentamiento de una colonia de inmigrantes de ese origen eslavo- y llega hasta los excelentes chopsuy y chowmein de los restoranes chinos de Mexicali (para no hablar de los de Matamoros, ciudades ambas enriquecidas con esa sangre oriental).

En la capital de Baja California se inventó el clamato (de clam: almeja, y tomato: jitomate); ese sabroso preparado da lugar al coctel con vodka que allá hacen agregándole pequeñas almejitas de lata y parte de la salmuera, que lo convierten en un manjar líquido.

Los viñedos del mencionado Valle de Guadalupe producen uva para variados vinos, algunos de primerísimo nivel que ya compiten con las calidades (y precios) de franceses y españoles. Poco conocida es una empresa vitivinícola de Cuatro Ciénegas, en Coahuila (cuna de Venustiano Carranza y sitio de numerosas pozas de agua termal que albergan especies vegetales y animales endémicas); es posible visitar las vetustas instalaciones.

Desde las coyotas sonorenses (gruesas tortillas de harina cocidas con relleno de piloncillo a las que se les pueden agregar frijoles refritos al momento de comerlas) hasta las jaibas rellenas de Tampico (de allí Puerto Jaibo), pasando por los caldillos de carne seca de Chihuahua; desde los tacos de marlin ahumado de las costas del Golfo de Cortés hasta los tamalitos de piloncillo con nuez y pasitas de Nuevo León (para no hablar de la gloria que son las Glorias), pasando por la fritura de hígado de Coahuila, el norte mexicano ofrece deleites al paladar mucho mayores de lo que piensan quienes no lo conocen bien.

Conviene recordar que la machaca o carne seca se hacía desde épocas prehispánicas, y tiene su origen en las cacerías de bisontes, de berrendos y de venados, animales cuya abundante carne rebasaba las necesidades momentáneas de las tribus (además, a veces cazaban más de un ejemplar). Así, para poder conservar la carne, la cortaban en trozos y la golpeaban con una piedra sobre otra, machacándola, y ello facilitaba su deshidratación al sol.

Pareciera algo nimio, pero su delicia me hace anotar los jugos frescos de naranja y de mango, recién preparados y muy fríos, que hacen en las huertas aledañas a la carretera tamaulipeca que corre de Ciudad Victoria hacia el noroeste, rumbo a Montemorelos y Monterrey. Casi empalagan por el dulce natural de aquellas frutas, allí privilegiadas por la naturaleza, y son un helado regalo al cuerpo en los intensos calores del verano.

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Y ya entrados en Tamaulipas, no podemos omitir a la famosa cantina localizada cara a cara del panteón municipal de Tampico. Sobre la puerta del socorrido establecimiento (me refiero a la cantina) reza un letrero: “Aquí se está mejor que enfrente”. Algún maldoso pintó un grafiti en la barda del camposanto que, a su vez, agregaba: “Los que frecuentaban enfrente, ahora están aquí”. El atractivo del lugar es su variedad de platillos, sobre todo de pescados y mariscos guisados de acuerdo a recetas regionales.

José Iturriaga de la Fuente