loader image

 

visita PREMATURA al cielo (parte 1)

 

Uno de los “plus” (como ahora se dice con cierta pedantería) que tuve en un viaje a Colombia con motivo de asistir como ponente al Encuentro “Otro Sabor”, en Medellín, fue asistir a varias cenas extraordinarias en excelentes restoranes de esa renovada ciudad de Antioquia (renovada física y moralmente; es una delicia para los visitantes). Uno de los exclusivos eventos fue en el sofisticado y cada vez más famoso restorán nombrado “El Cielo”, del joven chef Juan Manuel Barrientos, quien personalmente nos atendió con esa generosa hospitalidad que caracteriza a los colombianos. Concurrido por políticos, empresarios y turistas de cinco estrellas, este exitoso restorán tenía ya reservaciones hechas con varios meses de anticipación.

La visita previa a la cocina fue como un viaje a otra dimensión (quizá al cielo mismo): parecía más bien un laboratorio de película de ciencia ficción o hasta quirófano, tal era su perfecta limpieza en absolutos blancos y aceros inoxidables. Los ocho cocineros lucían elegantes filipinas idénticas, de seguro diseñadas exprofeso por algún connotado modisto, y tenían completamente cubierta la cabeza con una especie de red blanca que solo dejaba al descubierto los ojos y la parte superior de la nariz, cual escafandra. Desde el rincón de la cocina donde observábamos los visitantes (pues no está permitido entrar más allá), se apreciaba un ambiente etéreo por la sutil bruma como neblina que allí había, quizá debido a los gases de nitrógeno e hidrógeno que utilizan en algunos de los platillos, ya sea para congelaciones instantáneas, para la emisión de vapores ornamentales o para otras técnicas novedosas. Cuando salimos de aquella impoluta y flamante cocina, la simpática chef de Cali, Tina Alarcón, dijo con falso gesto adusto: “Llegando a mi restorán los agarro a todos a patadas”. Otro chistoso aseguró: “Solté una cucaracha que traía en la bolsa”.

El chef Barrientos nos anunció que la cena degustación constaría de veinte “momentos” (que no tiempos, aclaró, pues no todos eran platillos comestibles, sino algunos eran solo olfateables o “tocables”; ello no nos desanimó, pues cuando menos quince sí estaban destinados al aparato digestivo). También nos habló de la “cocina molecular”, corriente a la cual pertenece “El Cielo” con sus técnicas culinarias de punta, como la ósmosis acelerada, la cocina al vacío, la esferificación, la inducción, la deconstrucción, la solidificación, el manejo de gelificantes y emulsionantes, todo tendiente al rompimiento de los esquemas tradicionales. Juan Manuel estudió su carrera en la Colegiatura Colombiana de Medellín, universidad organizadora del Encuentro al que yo asistía; luego se capacitó con el chef argentino japonés Iwao Komiyama, más su verdadero maestro fue el vasco Juan Mari Arzak, cuya escuela es la que sigue en su establecimiento. Al término de la explicación del joven chef, la consagrada Tina soltó un expresivo: “Este paisa sí se tomó en serio lo de la modernización” (paisa les dicen a los antioqueños).

Solo a quien lo solicitaba, le entregaba el mesero lo que podría llamarse el menú: una especie de “pantone” de los que utilizan los diseñadores gráficos, esa hoja de papel como arcoíris con franjas de diversos colores, veinte en este caso. Porque siendo esta cocina embajadora de la sinestesia (la asociación de los cinco sentidos entre sí, cada uno con otro u otros), entonces esa página sin letras nos debía transmitir cuál iba a ser el curso paulatino que seguiría nuestro paladar durante aquel banquete. Cuando a los comensales menos sensibles (o imaginativos), como yo, nos veía dándole vueltas al pantone como buscándole pies y cabeza, el compasivo mesero nos traía una mica traslúcida del mismo tamaño con los nombres de los platillos, que, al sobreponerla sobre el pantone, revelaba a qué creación culinaria correspondía cada uno de los colores. Al reverso del papel encontramos mayores explicaciones sobre esta cocina “tecnoemocional” para estimular los sentidos.

En cada uno de los veinte “momentos” se cambian los platos y los cubiertos, todos ellos –vajilla y cuchillería- de diseños diferentes y ultramodernos, fabricados de manera artesanal especialmente para “El Cielo”. Nuestra mesa de doce personas era atendida por seis meseros, asimismo uniformados de modo impecable; necesariamente se trata de hombres jóvenes, pues caminan varios kilómetros diarios en el desempeño de su trabajo, y no porque la cocina esté alejada del comedor.

Antes de que se sirviera el primer plato, me ausenté para lavarme las manos y al volver a la mesa ya estaba colocado éste en mi lugar. Sobre una hermosa pieza de cerámica blanca con forma irregular y ondulada, aproximadamente rectangular, se encontraba un pequeño cúmulo de hielo molido del que se elevaba un hilo de vapor color azul (cielo, ¿me creerían?) y junto a él aparecía un tubito como gotero o pequeña probeta, lleno de un líquido igualmente azul, y una especie de pastilla blanca muy parecida a las que acostumbramos de menta. Como mis vecinos ya habían dado buena cuenta de sus porciones, pregunté a Sonia Serna cómo debía proceder, quien escuetamente me dijo “Cómetela”. Cuando ya iba a hacerlo, me aclaró: “Primero ponle ese líquido”; así lo hice y para mi sorpresa la pastilla blanca se hinchó enormemente y se convirtió en una toalla húmeda para complacer al sentido del tacto (y de paso limpiar las manos).