EIFFEL EN MÉXICO Y YO EN CHINA
José Iturriaga de la Fuente
Muchas cosas no se imaginaron ni Gustave Eiffel ni los mexicanos cuando el famoso ingeniero francés construyó su torre de 320 metros de altura en París, para la Exposición Internacional de 1889. A contrapelo de los parisienses –que no querían alterar la homogeneidad arquitectónica de su hermosa ciudad-, la torre se edificó de manera temporal, sólo para los años del evento ferial. Nadie pensó que se quedaría para siempre y que se convertiría en el principal icono de esa urbe. (Parecido podría suceder con la pirámide transparente que se construyó, hace unos pocos lustros, en la plaza del museo del Louvre de la misma metrópoli).
Tampoco nadie imaginó que otra de las construcciones metálicas diseñadas por Eiffel –mucho más modesta que la legendaria torre- fuera comprada por una empresa minera de cobre para sus minas en Chile. Al parecer por error, fue desembarcada en Santa Rosalía, hoy Baja California Sur, donde también operaba una importante mina y procesadora de cobre del mismo consorcio. Allí se quedó, convertida en la parroquia de ese pequeño puerto sudcaliforniano.
Visitar Santa Rosalía tiene variados atractivos, desde el espectacular Mar de Cortés hasta la iglesia de Eiffel, pasando por un sencillo museo de la empresa minera que muestra, en una casa de fines del XIX, diversos instrumentos antiguos vinculados a la explotación de las vetas metálicas.
No obstante todo lo anterior, para mí uno de los principales lugares a visitar en Santa Rosalía es una panadería decimonónica que todavía funciona y sigue haciendo un delicioso pan ¡en hornos más que centenarios! Se pide permiso a los propietarios para pasar al interior del establecimiento y queda uno transportado a un obraje vetusto; es una especie de túnel del tiempo. Y del pan, ni hablar. Una delicia de aquellas épocas.
No mencionemos a Gustave Eiffel sin apuntar que también se le atribuye el edificio metálico que fue el antiguo palacio municipal de Orizaba, en Veracruz. Allí está –más atractivo que la parroquia de Santa Rosalía-, atinadamente restaurado y ahora destinado a otros fines no burocráticos. Asimismo, el kiosko del Jardín Juárez en el centro de Cuernavaca se atribuía a Eiffel, pero ya demostró nuestro cronista y amigo Valentín López González Aranda que fue construido en Glasgow, Escocia, por Walter McFarlane.
Demos un giro de 180 grados terrestres. Cuando estuve en China hace unos 25 años, comí de todo lo que comen los chinos y eso es mucho decir. Entre otros platillos, probé los negros huevos de cien años (quizás solo son de uno, pero para el caso es lo mismo). Se entierran y desde luego empiezan a pudrirse; como la putrefacción es un proceso exotérmico, los huevos de gallina acaban por cocerse con su propio calor. Finalmente, de la podredumbre llevada a su clímax, solo queda el negro color, su agudo y penetrante olor y un fortísimo sabor, idóneo solo para conocedores. Los huevos se pelan y tienen exactamente la misma textura que cualquier huevo cocido, tanto en la clara homogénea, como en la yema propensa a desmoronarse, nada más que ambas de color negro.
Más conocidas son las reconfortantes sopas chinas a base de aleta de tiburón, cuya pulpa está constituida por fibras independientes que se separan al cocerse. (Por cierto que México es un importante exportador de aletas para China; sin ir más lejos, en Acapulco se pueden ver en el malecón los barcos pesqueros de tiburón que llevan a tierra los escualos atrapados y quedan colgadas de cables en la embarcación cientos de aletas que habrán de exportarse ya bien secas. Es un espectáculo muy interesante).
También se han divulgado a través de las sopas los nidos de golondrina, que son hechos por esas aves en aquel lejano país con ciertas ramitas comestibles aglutinadas con su propia saliva ornitológica.
Las anguilas estofadas y la mano de oso al horno resultan insulsas al lado de un legendario platillo –que solo conozco de oídas-: los sesos de chango vivo que para tal efecto ha sido trepanado y amarrado bajo la mesa, en cuya superficie hay un agujero del cual sale la palpitante esfera cerebral del simio, ofreciéndose a las cucharas ávidas de los comensales.
En un mercado me pasmó la abundancia de frutas desconocidas para mí. Había cuando menos siete diferentes variedades de lichis y algunas otras frutas que nunca en mi vida he vuelto a ver. Tomé un puño de monedas y usando el universal lenguaje de las señas, logré mi objetivo con cada marchanta, tomando una fruta con mi propia mano y ofreciéndole la otra abierta con las monedas para que ella misma se cobrara. Fue un viaje de sabores maravillosos que no se pueden describir.
También me animé a comer alacranes fritos -tanto en un mercado popular como en un buen restorán- porque había leído en un libro del francés Émile Chabrand, que vino hacia 1870, que en Yautepec “los indios aprecian mucho el sabor de los alacranes, de los que son muy golosos. Los comen tostados…”
Durante las dos semanas que en esa ocasión pasé en China nunca comí alimentos occidentales, no obstante que los hoteles allá siempre tienen dos restoranes: uno de comida autóctona y otro internacional. Así pues, yo desayunaba, almorzaba y cenaba comida china. Aunque soy un apasionado de este género culinario, debo confesar que cuando salí de ese país y estuve de tránsito en Hong Kong (que todavía era colonia inglesa), desayuné en el Hilton, con deleite inusitado, unos hot cakes con miel de maple, tocino frito y un vaso de leche fría.