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Balderas es quizá la estación de metro más conocida de México. No la más concurrida, como Pantitlán, La Raza o Tacubaya, pero sí la más famosa. El motivo, por supuesto, se encuentra en la canción de Rockdrigo González, el Profeta del Nopal, el Sacerdote Rupestre, el del Pasón de Cemento en cuyo honor hace años se develó una escultura que lo retrata de cuerpo entero y con guitarra, obviamente ahí, en la estación del metro Balderas.

Todo muy bien, hasta ahora. El inconveniente está en que durante la semana la escultura no tiene, digamos, la compañía ideal, ni siquiera la compañía mínimamente adecuada, pues la Guardia Nacional no halló mejor lugar para promocionar el reclutamiento de jóvenes desesperados con hambre de fusil. Yo no soy ningún fan de Rockdrigo, pero al ver a un militar apoyarse en él con desdén, embarrándole otra vez el corazón, cualquiera se siente un poquito herido en su ya menoscabado orgullo civil, y entonces me da por creer que algún ciudadano honesto debiera alzar la voz al respecto, gritando por ejemplo: “¡cuádrese, soldado!”, o algo por el estilo.

Tampoco voy con mucha frecuencia a la Ciudad de México, entre otras razones porque creo ingenuamente en el viejo dicho que aconseja no regresar a los lugares donde uno fue más o menos feliz; y con imágenes como la ya descrita (junto a otras más, largas de enumerar) me parece que la sabiduría de tal dicho sin duda se ratifica. Pero bueno: si tienen ánimo, vayan y échenle un ojo a la escena, se sorprenderán. Y si no se sorprenden, pues reparen en el entusiasmo con que muchachos y muchachas de no más de veinte años se ilusionan con una vida de uniforme reptando a punta y codo entre las matas del oscuro rancho electrónico, llenando con ansiedad los formularios reglamentarios para defender a la patria, mientras le dan la espalda, así nomás, al autor de Tiempos híbridos.

Y si con ello tampoco se sorprenden, pues qué más da: pasen con aplomo rumbo al túnel, no se hagan mala sangre ni se imaginen secuestrando un tren del metro; sigan, sigan nomás perdiendo amores entre las olas de gente, como cantaba Rockdrigo, o como dice también el final de un poema de Óscar Hahn:

 

Y quizás el amor no es más que eso:

una mujer o un hombre que desciende de un carro

en cualquier estación del Metro

y resplandece unos segundos

y se pierde en la noche sin nombre