loader image

 

Cuando la vida te pausa sin previo aviso

 

A veces creemos que podemos poner la vida en pausa, como si fuera un episodio de Netflix. Pero la verdad es que la vida te pausa cuando se le da la gana. Una cirugía, un accidente, una pérdida, una enfermedad. Las pausas llegan como un corte de luz, de golpe y sin aviso.

Hace unos años, mi madre volvió a nacer, y en ese intermedio nos obligó a pausar a toda la familia. No es metáfora. En una visita al médico le dijeron que tenían que operarla de emergencia, así que, casi de inmediato, le abrieron el pecho, le pararon el corazón, la conectaron a tubos y máquinas como de ciencia ficción… y después de siete largas horas de cirugía, volvió a la vida.

Pero ese día nos obligó a todos en casa a pausar nuestras vidas. Y fue ahí donde aprendí lo que es el miedo real. No esos miedos cotidianos que me han perseguido desde siempre como el miedo a la oscuridad, a la chancla voladora de mi abuela, o a que me rompieran el corazón. No. Ese día conocí otro tipo de miedo. Uno que te deja sin habla y sin oxígeno. Un miedo que no sabías que existía hasta que alguien, con bata blanca, te dice que tienen que operar de emergencia a tu madre, que las probabilidades de que sobreviva son del 30%, y que ha llegado la hora de despedirse.

De pronto, ese miedo se instala justo ahí, donde antes solo vivían los planes para el fin de semana, la cena romántica del viernes o los memes del grupo de WhatsApp. Y entonces el miedo te vacía. Como si alguien hubiese apagado la luz y cerrado la puerta con llave desde fuera.

Todo sucede en cámara lenta. Los médicos hablan, pero no entiendes nada; como si narraran un partido en ruso, con eco, y sin subtítulos. Acaricias la mano de tu madre, como si con ese gesto pudieras detener el tiempo, cambiar el pronóstico, empujar un milagro. Le besas la frente con esa esperanza irracional de que algo de tu fuerza, de tu vida se le pase a ella.

Y aunque por dentro estás hecho pedazos, por fuera sonríes. Porque no hay opción. Porque cuando creces, y tus padres empiezan a envejecer, te toca convertirte en el escudo de quienes un día fueron el tuyo. Y nadie —nadie— te prepara para eso.

No había pensado en ese episodio desde hace mucho tiempo. Lo tenía guardado en una de esas carpetas del alma que uno no abre porque sabe que ahí vive el miedo. Pero este fin de semana, Gerry —el mejor amigo de mi marido, un sudafricano, hijo de inmigrantes franceses y expatriado en Australia— me contó, en medio de un café, la pausa que la vida le había obligado a tomar hace menos de un año.

Su odisea empezó con un cansancio prolongado. Se sentía sin energía, a pesar de ser un hombre sumamente activo, un ex ciclista de alto rendimiento. Y entonces llegó esa visita al médico donde, después de algunos estudios, aparecieron los doctores que, sin mucho preámbulo, le dijeron que no podía volver a casa, que su corazón necesitaba ser intervenido de inmediato. Y así, de un momento a otro, su vida se detuvo.

Me contaba que lo primero que hizo fue decirles que no podían operarlo así de pronto, que tenía que avisarle a su mujer, a sus dos hijas… pensó en los correos sin responder, en las cosas por hacer, en que tenía que sacar a sus perros a caminar, como cada mañana. Y, sobre todo, pensó en esa mesa del comedor para doce personas que llevaba semanas considerando comprar. Porque su hija mayor acababa de casarse, y él sabía que pronto vendrían los nietos, que su familia crecería, que en su futuro habría domingos de comidas largas, risas en la cocina y niños corriendo por los pasillos.

Pero su corazón se encargó de recordarle que el futuro es, muchas veces, una mentira que nos contamos para sentirnos en control.

Gerry me dijo que el momento más duro fue cuando los médicos le dijeron a su familia: “Llegó la hora de despedirse.”

Y ahí apareció ese miedo. El miedo a no estar, a no volver a ver a su mujer, a sus hijas, a perderse las sobre mesas en familia, a dejar una mesa vacía.

Mientras me contaba, yo solo podía pensar en aquella mañana de abril. En cómo el miedo nos había visitado con el mismo rostro, en ciudades y tiempos distintos, a él como padre, y a mí como hija.

Y ahí entendí que nadie está listo. Ni los hijos para quedarse huérfanos —aunque seas un adulto funcional, con casa, hijos y cafetera propia—, ni los padres para irse antes de tiempo, sin ver a sus nietos crecer, sin terminar de contar su historia.

Y por eso —precisamente por eso— hay que vivir hoy. Estar presente en el presente. No mañana, no cuando tengas tiempo, no cuando los pendientes aflojen, ni cuando ya no tengas ropa sucia que lavar. Hoy. Hay que abrazar más, decir lo que sentimos sin miedo, hacer espacio en la agenda… y en el alma, para quienes amamos.

Porque uno nunca sabe cuándo la vida va a apretar el botón de “pausa” … o peor aún, cuándo te va a apagar la luz para siempre. Y si ese momento llega —sin previo aviso— que al menos nos encuentre con la mesa para doce llena de risas, el café recién servido… y el corazón en paz.

Imagen cortesía de la autora

Elsa Sanlara