Estrés Animal

 

No me gustan los vuelos de las 6 a. m.

Por trabajo, me vi forzada a tomarlos en varias ocasiones, y cada vez, mis días fueron un verdadero desastre. A pesar de prometerme que nunca más lo haría, decidí darles una nueva oportunidad después de casi un año evitándolos. Error garrafal.

Llegué al aeropuerto de Guadalajara a las 3:30 de la madrugada. En el mostrador me enfrenté a la típica güera de rancho y pelo planchado que se cree la dueña de American Airlines y que te mira de arriba abajo con aires de superioridad. Después de un proceso de documentación de equipaje que desafió mi paciencia, remató cobrándome por mi maleta, que teóricamente debería ser gratis por ser usuaria de una conocida tarjeta de crédito.

A punto estuve de soltarle tres cositas en plan “Godzilla/Curvyzilla”, pero la voz de mi terapeuta resonó en mi cabeza diciéndome: «Gobiérnate, si dices lo que piensas, alguien te grabará y terminarás en TikTok siendo “Lady Maleta”». Así que solo me limité a decir: «Cóbrame la maleta, bonita de cara».

Mi vuelo de regreso a casa tenía una escala en Dallas con conexión a Boston. Al aterrizar en el bellísimo aeropuerto de Dallas Fort Worth, recibí una notificación en mi móvil informándome que el segundo vuelo tenía un retraso considerable. Respiré para combatir la ansiedad, repitiéndome que todo estaría bien. Después de casi dos horas de espera, finalmente abordé el segundo avión.

Acomodada en mi asiento del pasillo, esperé pacientemente a que los demás pasajeros desfilaran lentamente. Tras dos mochilazos, un codazo y un nalgazo en toda la jeta, confirmé que la maldición de los vuelos de las 6 a. m. era una realidad.

Sumergida en mi teléfono con audífonos puestos, fui interrumpida por un hombre que me tocó en el hombro pidiendo pasar. Era mi vecino de asiento, acompañado por un enorme perro con apariencia de labrador, mezclado con pastor alemán y cara de pocos amigos.

Me paralicé. Los perros no son lo mío. Me asustan, me provocan alergias y su olor me produce náuseas. Consideré pedir un cambio de asiento, pero el vuelo estaba lleno y ya llevábamos horas de retraso; no quería ser la causa de más dramas y decidí pensar en el bien común. Me levanté y dejé pasar al hombre, el perro y la chica que estaba detrás de él.

Dicen que las desgracias nunca vienen solas, y para completar mi estrés, el niño detrás de mí comenzó a gritar porque quería el iPad de su hermano. Sus berridos perforaron mi tímpano, sobrepasando incluso la “cancelación de ruido” de mis AirPods.

La pobre señora al otro lado del pasillo, sin audífonos, se cubría los oídos horrorizada. El perro, nervioso, comenzó a gruñir y tocó con su hocico mi pie hasta en tres ocasiones mientras yo salté del asiento cada vez y grité asustada intentando no perder los estribos.

La dueña del perro me dijo algo que no escuché por mi sordera, por la música en mis audífonos y los alaridos infernales del niño malcriado en el asiento trasero. No quise tampoco saber qué me dijo. Estaba tan al límite que si me hubiera dicho algo como “mi perro es muy amigable, no hace nada” o “no exageres”, seguramente la conversación no habría sido del todo civilizada. El perro empezó a gruñir y la dueña, nerviosa, tuvo que levantarlo y llevarlo en brazos prácticamente el resto del vuelo.

Mantuve la calma, pero mis estornudos no dieron tregua durante todo el viaje, mientras yo miraba con odio a los dueños del perro, que venían en gran charla y de lo más divertidos durante el vuelo. Mientras la irritación en mi nariz y garganta incrementaba de forma galopante tras cada estornudo.

El aumento de personas que afirman tener derecho a viajar con animales por razones de salud mental ha sido notable. En 2011, el Registro Nacional de Animales de Servicio tenía 2,400 animales registrados. Para 2020, la cifra superó los 200,000.

“Hecha la ley, hecha la trampa”, y por menos de $200 anuales, puedes comprar un permiso para llevar a tu mascota en el avión, incomodando a la gente que viaja a tu lado y estresando a tu perro. Me pregunto qué hubiera pasado en caso de que el avión hubiera perdido presión; el perro seguramente habría volado por los aires, poniendo en riesgo a los que viajábamos cerca y también al pobre animal.

Es gracioso que las azafatas me obligaron a guardar mi laptop en cuanto hay un poco de turbulencia, pero a mi vecina, nadie se atrevió a decirle nada durante todo el vuelo mientras mantenía a su perro, que era más grande que ella, en su regazo.

La próxima vez que alguien me hable de vuelos matutinos, recordaré el nalgazo en la jeta, los gritos del niño, los estornudos sin fin y al perro apestoso que no dejó de moverse y gruñir durante todo el vuelo.

No hay suficiente terapia en el mundo que me pueda convencer de volver a tomar un bendito vuelo a las 6 de la madrugada. O quizás solo necesito un animal de soporte emocional.

Foto: Redes Sociales