El Grinch con Patas de Madera

 

Soy una especie de Grinch que no le gustan las sorpresas navideñas. Pero antes de que me juzgues, retrocedamos un poco en el tiempo.

Crecí en una época en la que a los niños nos mantenían al margen de las charlas de adultos porque no debíamos ser testigos de ciertas conversaciones. En esos escenarios, yo me convertía en la intrusa número uno, porque desde siempre el chisme me ha encantado.

Cuando las conversaciones se volvían jugosas y tomaban tintes intrigantes, me esforzaba por pasar desapercibida, manteniendo los ojos bien abiertos y la boca bien cerrada. Seguía el vaivén de la conversación de un extremo de la mesa al otro, como si estuviera presenciando un emocionante partido de tenis. Sin embargo, siempre había alguien con mirada de lince que notaba mi presencia y, ¡zas!, me mandaban a jugar con los niños de mi edad.

Y es que, ¿quién en su sano juicio preferiría jugar a «las escondidas» cuando en la mesa se desvelaba el escandaloso affaire del vecino con una mujer más joven en un motel de paso? ¿O quién optaría por «la matatena» cuando las amigas de mi madre tejían historias entre café, galletas y “cigarritos” sobre su compañera apodada «la viuda negra» por las misteriosas muertes de sus novios mientras hacían el «sin espacio»? ¿Y quién, con tres dedos de frente, elegiría jugar a «los encantados» cuando se revelaba el oscuro encuentro de la esposa del presidente municipal con la bruja del pueblo, rumoreándose que buscaba un amarre? Obvio, nadie.

En algún momento de mi infancia, aprendí la sagrada ley del «me echan, pero no me voy». Simulaba alejarme, pero estratégicamente me quedaba agazapada detrás de las paredes, escuchando historias que algún día contaré en un libro. Naturalmente, mis padres decidieron poner fin no solo a mi curiosidad y a mis aventuras de espionaje, sino también a mi insistencia por desobedecer y desafiar las reglas.

Llegó diciembre, y con él, una «junta familiar extraordinaria» que anunciaba el adelanto de Santa Claus en la entrega de regalos. Nos hicieron creer, que el 24 de diciembre Santa estaba a tope de trabajo, y los renos, incluido Rodolfo, estaban al límite. Así que iban a adelantar un poco la tarea para poder cumplir con todos los niños esa Navidad.

Pero, como siempre, había un «pero». Santa Claus había dictado reglas estrictas: bajo ninguna circunstancia debíamos abrir los regalos antes de Navidad. La amenaza de que la magia navideña se esfumara y los regalos se convirtieran en «patas de madera» (sí, trozos de madera) pendía sobre nuestras cabezas.

Mi hermano y yo aceptamos las reglas, y días después, nuestro árbol estaba abarrotado de regalos envueltos en papel navideño. Sin embargo, la curiosidad y esa chispa incesante de querer controlarlo todo, comenzó a susurrar en mi oído. ¿Habría traído Santa los regalos correctos? El tamaño de las cajas no coincidía con la Barbie Malibú, la casa de la Barbie y su elegante coche que había pedido en mi carta a Santa. La duda se instaló en mi mente, y decidí investigar. La caja más grande fue la elegida. Con paciencia, desgarré poco a poco las tiras de cinta adhesiva. El proceso llevó horas, pero mi determinación no flaqueó. Al abrir la caja, mi horror fue indescriptible. Nada de Barbie, casa ni coche. En su lugar, unas patas de madera mal acabadas y sin lijar.

Lancé un grito, horrorizada, y seguido de un acto de rebeldía violenta, mentando madres, abrí sin miramientos los regalos de mi hermano. «Al carajo los pastores, se acabó la navidad» pensé. Para cuando mi madre llegó a ver que pasaba, alarmada por mi gritos y lloriqueos, yo ya había abierto todos los regalos y todos se habían «convertido» en patas de madera.

Lloré y maldije a Santa, a su madre y a la magia navideña. Pasé días angustiada, convencida de que mi única esperanza de recibir “alguito” residía en la compasión de los Reyes Magos.

El día 25 llegó, acompañado de nuestros regalos y una carta de Santa regañándome por abrir no solo mis regalos, sino también los de mi hermano y explicándome detalladamente que «la curiosidad mató al gato».

A pesar de los esfuerzos de mis padres, mi curiosidad persiste y a veces me mete en líos. Me sigue fascinando escuchar historias, especialmente si hay café, galletas y buena compañía.

Y aunque mi ansiedad en Navidad es abrumante, doy gracias porque mis padres me enseñaron que la Navidad no se trata de regalos lujosos, o de cuántos regalos recibes, ni muchos menos de cenas ostentosas.

La verdadera esencia de la navidad se trata de momentos, de recuerdos imborrables, de risas y lágrimas que compartes con tus seres queridos durante las fiestas. Eso, al final del día, será el verdadero regalo de vida que dejaremos cuando ya no estemos.

Así que, a pesar de que soy Grinch, ¡Felices Fiestas!