Aviones estrellados

 

“Yo, con hambre, habría empezado a comer cristianos a la mañana siguiente de desayuno”. Fue lo primero que le dije a mi mejor amiga después de ver la película “La sociedad de la nieve”, eso sí, mientras me encontraba cómodamente sentada en el sofá de mi casa, frente a la chimenea, sosteniendo un croissant con una mano y una taza de café calientito con la otra. Y es que, qué fácil es juzgar al de al lado cuando no estás en sus zapatos.

No voy a desvelar detalles importantes de la película, pero la historia es de dominio público; es como ver ir a ver “La Pasión de Cristo”, sabes que el protagonista muere. Pues esto es algo parecido. “La sociedad de la nieve” está basada en hechos reales ocurridos en 1972, cuando un avión que llevaba a un equipo de rugby uruguayo, junto con amigos y familiares, se estrelló en la cordillera de los Andes. Solo algunos lograron sobrevivir porque hicieron todo, absolutamente todo, lo que tuvieron al alcance para asegurar su supervivencia.

Después de ver la película, hay dos cosas que tengo muy claras. La primera es que, si yo hubiera estado en ese avión y no hubiera muerto en el impacto, al ver la situación límite en la que nos encontrábamos, yo habría sido la primera en morir de un infarto. Confieso esto con absoluta honestidad y vulnerabilidad; no tengo el alma de superviviente; soy un hedonista de manual. Para mí, el sentido de la vida consiste en maximizar el placer. Y en cuanto siento frío y, sobre todo, hambre, los cables de mi cerebro empiezan a cruzarse, chisporrotean y hacen cortocircuito. Y lo sé porque ahora mismo vivo en un lugar donde nieva sin misericordia 6 meses al año, y no puedo ponerme a dieta porque me es física y mentalmente imposible pasar frío y hambre al mismo tiempo.

Por eso no me gusta ver películas apocalípticas, de invasiones zombis o del fin del mundo, porque me recuerdan mi debilidad mental, me restriegan por la cara que en situaciones límite, donde no hay una cama con sábanas limpias donde dormir, agua caliente con la que ducharme, y unos frijolitos caldosos que me alimenten barriga y corazón, yo imploraría a Dios Padre, a Dios hijo y a la palomita buena onda que me apaguen la luz, que me desconecten de la “matrix” y que San Pedro busque sus llaves y me abra las puertas del cielo de par en par. Game Over.

Lo segundo que me quedó claro es que, para sobrevivir, no solo necesitas tener un cuerpo y mente saludables, sino que lo crucial es contar con un grupo de apoyo sólido y saber hacer equipo.

No hay duda de que el ser humano es resiliente, pero para mí el hecho de que varios de esos chicos que sobrevivieron eran jugadores de rugby tuvo mucho que ver. Es decir, no eran tus típicos jugadores de fútbol soccer con complejo de bailarina teatrera, que en cuanto les dan un empujón, se tiran al suelo, ruedan por el césped y montan el show para que entren los paramédicos a revisarles la uña del dedo meñique que se les rompió y provocar que a los del equipo contrario les saquen una tarjeta injustamente.

No, los que juegan rugby son de otra madera. Cuando se hacen cortes, les pegan las heridas con “Kola Loka” y vuelven al juego inmediatamente. Cuando se les parten las orejas, les hacen vendajes improvisados con cinta adhesiva y vuelven junto a su equipo, y cuando la única protección que llevan de forma obligatoria, que es un protector bucal, falla, y se fracturan los dientes, no lloran, ni se revuelcan esperando asistencia médica, los Rugbiers escupen los dientes y la sangre fresca para no atragantarse y vuelven al juego sin pensarlo dos veces, porque saben que su lugar es ahí dentro, haciendo equipo.

Todas esas malas praxis las sé porque vivo con un exjugador de Rugby, que tiene las orejas deformes, le falta algún diente, y tiene más costuras en cabeza, brazos y piernas que el mismo Frankenstein. Y aunque nunca se lo he dicho a nadie, la única razón por la que me casé con él es porque, en caso de un apocalipsis, sé que pelearía con uñas y dientes no solo por sobrevivir, sino por mantener vivos a los que tiene a su lado hasta el final.

Nadie sobrevive solo, ni en los Andes, ni aquí, ni en China. Por eso es importante cuidar a los Rugbiers de tu vida, hacer equipo con esas personas que te escuchan cuando quieres hablar, te aconsejan cuando no encuentras el rumbo, te acercan los Kleenex cuando lloras y que cuando necesitas cruzar montañas para sobrevivir, están presentes para animarte o incluso están dispuestas a caminar contigo, aunque eso implique arriesgarlo todo. Es más fácil sobrevivir cuando tienes gente buena al lado, porque cuando compartes el dolor, el dolor es menos, y cuando compartes la alegría, la alegría, es más.

El otro día escuché a uno de los sobrevivientes decir que, si tuviera la oportunidad de retroceder en el tiempo, volvería a abordar ese avión, porque a veces es necesario que el avión se te caiga para darte cuenta de lo que realmente vale la pena en la vida. Y entones pensé en mis propios aviones estrellados y en las cordilleras nevadas que he tenido que atravesar.