El corazón del corazón

 

Mientras me alistaba para enfrentar la rutina diaria en la oficina, escuchaba un podcast donde un chico hablaba sobre cómo la vida se parte en dos cuando pierdes a alguien a quien amas, cuando la muerte, fría, invasiva y repentina, llega sin avisar y se lleva a un ser querido. Comparaba ese sentimiento con antiguas ceremonias aztecas, donde arrancaban corazones a inocentes para ofrecérselos a los dioses. Sin embargo, a diferencia de esas ceremonias precolombinas, el desgarramiento lo describía como más interno. Era como si un sacerdote moderno, encargado de los sacrificios de la vida, abriera tu pecho con un cuchillo afilado de obsidiana, no con la intención de extraer el corazón, colocarlo en una bandeja y ofrecérselo a los dioses, sino más bien para asegurarse de apuñalar solo una parte que todos tenemos dentro del corazón, donde atesoramos las memorias, los recuerdos y los sueños por cumplir. Ese rincón sagrado, esa parte pequeña que él definía como el corazón del corazón.

Y en lugar de ofrendarlo, el sacerdote, con manos temblorosas, apuñalaba una y otra vez ese pequeño rincón sagrado, justo ahí donde residen todos y cada uno de los planes que tenías pendientes con esa persona: los sueños compartidos, los viajes por hacer, las charlas que quedan para siempre en el tintero, los “te quieros” que nunca dijiste y que ya jamás podrás decir.

En ese instante, mientras tu tribu, familiares y amigos, observan tu dolor en un silencio reverente, alguien se encargaba de suturarte el pecho mientras tus heridas internas sangraban y te obligan a transitar la vida con un corazón herido y el rincón más íntimo, el corazón del corazón, hecho pedazos para el resto de tu existencia.

Eran las 8:15 de la mañana cuando escuché eso. Estaba terminando de ponerme el lápiz labial, dándole el último toque a mi maquillaje antes de entrar en mi oficina. Quedaban exactamente 15 minutos para comenzar con mi primera reunión del día; tenía que sentarme durante las siguientes 2 horas con la presidenta de la compañía y los asesores financieros para hablar de presupuestos anuales. Y entonces me empezó a faltar el aire y empecé a hiperventilar.

Era como si las palabras de ese chico me hubieran recordado que siempre me he hecho la fuerte para no llorar a mis muertos, que me niego a ir a los funerales, y que jamás veo sus fotos porque el dolor que me provoca es abrumador. El corazón de mi corazón, que ya llevaba tiempo desangrándose, comenzó a latir con una intensidad tal que desencadenó un dolor agudo en mi pecho. En ese momento, hubiera preferido que me dijeran que era un infarto, en lugar de enfrentarme a las heridas mal curadas que se reabrieron en mi interior, provocando un llanto incontenible y unas lágrimas que parecían que no iban a parar nunca.

¿Cómo podría explicarles a esos señores, ataviados en trajes negros, con los que me reunía cada semestre, que llegaría tarde a la reunión, porque de repente, el dolor de no poder llamar a mi abuela para pedirle consejo se me agolpaba en el pecho?

¿Cómo les contaba que nunca más volvería a escuchar su voz, y que no volveríamos a hablar de recetas de cocina, de novelas, ni me contaría más historias cautivadoras de antaño?

¿Cómo podía mantener la compostura y contener el llanto frente a esos individuos con maestrías de prestigiosas universidades, quienes comprenden las Pérdidas Cambiarias, pero no podrían concebir la pérdida de un amor de juventud en un fatídico accidente de moto mientras yo estaba a más de 8800 kilómetros, en clases de Contabilidad Financiera? Poco podrían entender sobre la culpa que me embarga por no haberles llevado nunca flores y que, a pesar de negarme a ver sus fotografías, me siguen visitando en sueños, más veces de las que yo quisiera.

Cómo desglosar ese laberinto de ausencias que el COVID dejó a su paso, llevándose consigo a mi guía espiritual, a mi amigo más sincero, aquel a quien llamaba cuando la vida me apretaba fuerte por el cuello y mi fe flaqueaba.

Sería imposible hacerles entender que la orfandad del alma no se mide en activos tangibles. Solo aquellos que tenemos el corazón del corazón parchado comprendemos que hay pérdidas que jamás podrán cuantificarse ni reflejarse en ningún informe financiero. Mas allá de la nostalgia, ese dolor solo se puede medir con la métrica de los abrazos que ya no podremos dar.