Corredores de Chocolate

 

¡Agárrense que vienen curvas! Hace dos semanas, seguí por redes sociales el desarrollo de la maratón de la Ciudad de México. Esta prueba es una de las más importantes en Hispanoamérica, y durante esa jornada, todos fuimos testigos de hazañas épicas de atletas que desafiaron sus límites. Sin duda, la más emotiva e inspiradora fue la participación del boliviano Héctor Garibay Flores, cuyo triunfo me hizo celebrar como si fuera uno de los nuestros.

La maratón nunca decepciona. Sin embargo, en los días posteriores, las redes sociales comenzaron a mostrar una narrativa completamente diferente. El algoritmo ya no me presentaba a héroes cruzando la línea de meta, sino a aquellos que, en su búsqueda aparentemente insaciable de gloria, habían optado por el camino de la deshonestidad. Para mi sorpresa y consternación, descubrí que más de 11 mil corredores habían decidido saltarse las reglas y hacer trampa en la carrera.

Al principio, pensé que dichas páginas en Facebook estaban haciendo bullying a esos corredores, pero la información y las pruebas que presentaban, al puro estilo CSI Miami, no dejaban lugar a dudas. ¡Habían hecho trampa!

La incredulidad y el desencanto me invadieron. Tengo amigos que son apasionados corredores de maratón, quienes me inspiran y a quienes aplaudo desde la distancia cuando alcanzan sus metas en la carrera. Me sentí ligeramente traicionada y me asaltaron preguntas inquietantes: ¿Quiénes eran estos corredores tramposos? ¿Qué necesidad hay de hacer trampa? ¿Acaso algunos de mis amigos también habían decidido tomar atajos poco éticos?

Desde entonces, no dejo de reflexionar sobre la naturaleza humana y la complejidad de nuestras acciones. Yo también he hecho trampas alguna vez en mi vida, así que me es imposible lanzar la primera piedra.

Sin lugar a duda, existen distintos tipos de tramposos. Los tramposos comunes y corrientes, como yo, son aquellos que esconden un as bajo la manga cuando juegan cartas, que roban dinero en el Monopoly o que ocultan algún comodín cuando juegan Rumikub; es decir, pequeñas artimañas que todos hemos practicado en algún momento. Admítelo, porque tú también le has hecho trampas a tu abuela jugando a la Lotería.

Por otro lado, están aquellos tramposos que tienen problemas de personalidad más profundos, tramposos patológicos que hacen trampa a diestra y siniestra, sin importar a quién o a quienes perjudican con sus acciones.

Es evidente que existe una diferencia sustancial entre las trampas inocentes, como las travesuras en juegos, y aquellas que afectan competencias deportivas, como una maratón de gran magnitud, o cuando personas en posiciones de poder engañan para beneficiarse a expensas de las arcas públicas. Y es precisamente ahí, donde la moral y la ética entran en juego, es decir donde la marrana tuerce el rabo.

Cuando somos niños, aprendemos a guardar secretos cuando tenemos alrededor de 6 o 7 años; aprender a engañar, por lo general, forma parte de nuestro desarrollo y es entonces cuando comienza a formarse nuestra identidad psicológica. Durante esa etapa, aprendemos que perder es malo, especialmente en los primeros años de la escuela y cuando comenzamos a competir con nuestros compañeros de clase. A medida que crecemos y maduramos, aprendemos que perder no es necesariamente malo, sino una oportunidad para mejorar y crecer.

Los expertos sugieren que hacer trampa en competencias puede ser un síntoma de problemas emocionales más profundos. Puede generar una sensación de euforia descontrolada, liberando tanta adrenalina como la que experimentan los aficionados a los deportes extremos o aquellos atrapados en actividades potencialmente adictivas. Llaman a esto “la euforia del tramposo” y la comparan con la euforia que produce consumir una línea de cocaína.

Entonces, ¿qué nos lleva a elegir entre la honestidad y la trampa en un maratón u otro desafío? ¿Es la euforia momentánea más importante que la integridad?

Es fundamental recordar que la integridad no solo es esencial mientras apuntamos con el dedo a líderes corruptos, sino también en nuestras acciones cotidianas. Si deseamos que nuestro país sea un ejemplo de honestidad y transparencia, debemos comenzar por ser íntegros en nuestro día a día, con nuestras parejas, en nuestros trabajos, en los maratones y hasta cuando jugamos al Monopoly.

Es hora de dejar de ser conocidos como un país de tramposos y empezar a exigir, pero también a demostrar, integridad en todas las facetas de nuestras vidas.

No sé si va a haber consecuencias para los tramposos. Lo que sí sé es que no importa cuántas medallas acumulen los corredores de chocolate; ellos nunca experimentarán realmente la dulzura de cruzar la meta. Esa experiencia solo puede ser saboreada por almas grandes y apasionadas que conocen la disciplina, los sacrificios, la victoria y también la derrota.