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Martín Cinzano

Hay una antología memorable de Jaime García Terrés compuesta por cien textos de todas las épocas sobre el mar. Editada por la UNAM en 1962, 100 imágenes del mar abarca desde Homero hasta poetas y narradores de la primera mitad del siglo veinte, como Emilio Adolfo Westphalen y James Joyce. La mayor parte de las traducciones corre por cuenta del mismo García Terrés, un trabajo más o menos impresionante si se considera que, además de hispanoamericanos, el libro incluye autores griegos, latinos, franceses, italianos, ingleses, alemanes y portugueses.

En ocasiones el mar es sólo un pretexto, como en la definición de “Océano” extraída de El diccionario del diablo de Ambrose Bierce: “Volumen de agua que ocupa aproximadamente dos terceras partes de un mundo hecho para el hombre —el cual carece de agallas”; o como en estos versos de Carlos Pellicer: “Un mar sin honra y sin piratería, / excelsitudes de un azul cualquiera, / y esta barca sin remos que es la mía”. Quizá la existencia misma y aún más los continentes y el mundo todo no sean sino un subterfugio (o un espejismo) del mar, como en este verso único de Empédocles: “El mar, sudor de la tierra”.

Pero, en el caso del transeúnte de tierras movedizas, sudoroso, sin remos y carente de agallas, habitante de una ciudad incomprensible, la lectura de este libro servirá como pretexto para abrir algunas esclusas. ¿Serán sus encrespadas páginas olas ideales para surfear? Así podría observar en la bullente avenida, en su criminal parque automotriz, el ir y venir permanente de una marea hostil; y aún más: podrá atisbar en la Ruta una barcaza prepotente atestada de arponeros japoneses, candidatos a cargos públicos o concesionarios rapaces, que para el caso es lo mismo; los locales comerciales entonces serían rocas cubiertas de desechos inorgánicos; y las barrancas, corrientes traicioneras a las cuales —¡no importa!— vale la pena entregarse, como Julio Torri cuando, resuelto a perderse, desoye los consejos de Circe y no se hace amarrar al mástil, razón por la cual “las sirenas no cantan para mí”.

Ahora bien, ¿qué clase de sustancia ha ingerido este cretino para imaginar tales patrañas? Ya se dijo: solo un sorbito de este libro, nada más y nada menos; un mínimo sorbito capaz de dejarlo como el mar de Henry Miller: sin corazón.