“Condicionado por el éxtasis, el poeta es como un hermoso pájaro desconocido, empantanado en las cenizas del pensamiento. Si logra liberarse, es para realizar un vuelo sacrificial hacia el sol…”

Henry Miller

Todo escritor tiene su manera de ocultarse en lo que escribe. Cada novela, poema, relato, y aun cada ensayo, son al mismo tiempo un escondite para sus creadores. Ese afán clandestino se les nota mas a unos que a otros, lo quieran o no, porque siempre hay un resquicio que los delata.

Desde sus primeros libros, el escritor norteamericano Henry Miller ofreció su cinismo como una actitud constante y sonante. Se propuso decirlo todo, recorrer su vida para ofrecerla sin tapujos (o al menos esa fue la coartada que encierra su estilo). Todos sus libros cuentan los pormenores de una vida ajena al recato, dispuesta a desnudarse sin dejar que el pudor se asome.

En Miller, el arrebato es una condición que permanece. El exceso que se desborda en sus libros tiene su correspondencia en la reacción de sus lectores. Nada difícil que quienes por primera vez se acercan a sus novelas Trópico de Capricornio o Primavera negra (después de franquear esa sacudida inicial ante la crudeza de un escribir sin pelos en la lengua), caerán bajo la seducción de este héroe del anti-heroísmo. A partir de allí, será la naturaleza de cada lector quien decida los límites del deslumbramiento, o quien sienta el hartazgo ante el exceso. No pocos se sentirán defraudados, pero habrá otros que, de entre esa serpentina que es la obra de Henry Miller, elegirán aquellos instantes donde el delirio dejó hilvanada mas de una cabriola memorable.

No hay uno solo de sus libros en el que Henry Miller se abstenga de incluirse. No importa si el tópico es D.H. Lawrence, Luís Buñuel, Lao-Tse, Mishima o quien sea. Siempre hay alguna anécdota, algún algo para no perder la ocasión de ejercitar lo autobiográfico. En Reflexiones sobre la muerte de Mishima, Miller se otorga la oportunidad de cuestionarse a sí mismo, equiparando su vida con la de Yukio Mishima, un samurai que no solo practicó sus armas en la literatura.

“El objetivo de mi vida consistió en alcanzar los atributos del guerrero”, dijo Mishima, y Miller admira esa elección por la espada en un mundo que se obstina en perfeccionar sus métodos destructivos. Pero esa admiración por la espada nada tiene que ver con lo mortífero de su filo, sino con el ideal del samurai: conseguir ese instante en que la destreza sea un modo de vida, un arte capaz de evitar el trance de desenfundar el arma.

Pero Miller también cuestiona el arrojo de los samuráis, cree que es posible un mundo desarmado (sin una espada siquiera), un mundo que tuviera a la carcajada como su instrumento más letal: “El hombre que hubiera hecho reír a Hitler habría salvado millones de vidas”. Pero he ahí el Henry Miller excesivo, muy dado a la creencia en las buenas voluntades, cuando la degradación de este planeta es una incesante y eterna pestilencia.

En el prólogo de Crazy Cock, la escritora norteamericana Erica Jong intenta descifrar quién era Henry Miller, describiéndolo como “una de las personalidades mas contradictorias: un místico conocido por sus escritos sexuales, un romántico con pretensiones de filosofo, un escritor a quien el poeta Karl Shapiro consideró ‘literatura sabia’. Si tenemos problemas para clasificar las novelas de Miller, y por lo tanto las despreciamos y mal entendemos, es porque las juzgamos de acuerdo con cierta velada noción de lo que es una novela bien escrita. Y las novelas de Miller no parecen ser de ese tipo, sino más bien son disparatadas, desordenadas y salvajes. Pero están llenas de sabiduría y poseen la ‘eterna e incontrolable frescura’ que Ezra Pound consideró el sello del verdadero clásico.”

En fin, hay quienes creen que vida y literatura no pueden ser una misma cosa. Henry Miller no era de esos.

Texto, Carta

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